«El papá de Ernesto
murió poco tiempo después de que nos casáramos. Ya estuvo bastante enfermo para
el día de la boda, y aunque sí pudo acompañarnos, no se levantó a bailar, ni
cosa por el estilo. Pasaron algunos meses y falleció una noche mientras dormía,
en esta misma casa.
Pepita quedó muy
triste. Solo tenía dos hijos: Ernesto y su hermana menor, Marcela, que también
estaba muy dolida por el fallecimiento de su papá, y que en ese entonces tenía
menos de veinte años.
Ernesto y yo vivíamos
en Quito, en un departamento muy pequeño para esa época, aunque para estos días
se vería muy grande, y él estaba muy preocupado por su hermana y su mamá
después del fallecimiento de su padre. Más todavía porque cuando una persona
muere hay que hacer un montón de trámites y papeleos, con todo y la pena que se
tiene, y Pepita había quedado tan afectada que lo único que quería era irse a
Guayaquil con Merceditas y cedernos esta casa, pero para eso también tocaba
encontrar los de papeles que hacían falta.
Una tarde de esos llamó
muy angustiada, diciendo que no encontraba por ninguna parte la carpeta ni el
sobre donde se guardaban todos los documentos de la casa. Ernesto todavía no
llegaba de la universidad, era casi de noche, me acuerdo, y le ofrecí avisarle
en cuanto regresara. Entonces, cuando llegó, le conté y él también llamó a su
mamá. Después de hablar, vino y me dijo:
-Mamá está muy
angustiada, ya sabes cómo se pone. Mercedes no la puede ayudar. No encuentran
los papeles de la casa y mañana ya hay que entregar todo a los abogados. Voy a
ver si encuentro un bus para ir hasta Alangasí y me quedo a dormir ahí, con
ellas, porque regresar más noche ya ha de ser complicado.
Le pregunté si no
quería que le acompañara. Sonrió:
-¿Para qué? Mejor
quédate aquí, allá te va a tocar lidiar con toda la pena y la preocupación de
la familia. Aparte de que toca revolver todo para buscar esos malditos papeles.
Estaba fastidiado. Me
besó en la frente y se fue, no sin antes decirme que me amaba.
Al otro día me contó
que había llegado ya cerca de las ocho de la noche que Pepita estaba
desesperada y que Merceditas también. Buscaron los papeles por todas partes,
sobre todo en los cajones, ficheros y estanterías del estudio de mi suegro, y
nada. Ernesto sugirió que comieran alguna cosa y siguieran buscando. Cenaron,
siguieron buscando y no encontraron nada, con lo cual Pepita se angustió más
todavía. Más tarde, siguiendo una costumbre aprendida de mí, Ernesto le preparó
a su mamá una agüita de tilo y le dijo a su hermana:
-Vamos a tomarnos algo
fuerte en la sala.
Mercedes, que acababa
de cumplir los dieciocho años, aceptó tomarse un traguito con su hermano. Me
parece que no fue solo un traguito, porque Ernesto contaba que después de un
rato ella prefirió ya irse a su cuarto y él se quedó en la sala, preguntándose
dónde mismo se encontraban aquellos papeles que su mamá y todos necesitábamos
con urgencia. Dice también que el reloj de péndulo comenzó a dar las campanadas
de la media noche y él miró hacia las cortinas de la ventana grande de la sala
porque algo se movía por detrás de ellas.
Al principio, Ernesto
pensó que sería el viento, o tal vez el gato… pero justo en eso se abrieron las
cortinas y apareció mi suegro, con su terno de siempre. Ernesto me contó que
sonreía, que parecía muy sano y contento, como él hace tiempo que no lo había
visto y como yo no lo había conocido jamás, solo por foto. Decía que le saludó
con un gesto de la mano:
-Hola, hijo.
A Ernesto le asombraba
haberle contestado, con toda naturalidad:
-Hola, papá.
Se sentó a su lado, y
Ernesto no tuvo ningún temor al escucharle preguntar:
-¿Y por qué estás aquí
y no en tu casa, con tu mujer?
-Porque mamá no
encuentra los documentos de la casa. Cree que usted los tenía guardados y no
sabe dónde los puso.
-¿Y ya buscaron bien?
-Claro. A eso vine.
Decía que entonces mi
suegro se rió suavemente y luego le avisó:
-No están entre mis
cosas. Están en el escritorio de ella.
-¿En el de la sala de
estar de arriba?
-Sí, ahí mismo –y se rió
de nuevo – . En el desordenadísimo…
También Ernesto
sonrió. Mi suegro y mi suegra discutían mucho porque mientras él era muy
ordenado y organizado ella tenía sus cosas siempre revueltas y por eso se le
confundía todo.
-Ya.
-Busquen ahí mañana de
mañana, porque ahorita ya va a ser media noche y tienes que descansar. ¿Dónde
vas a dormir?
-Aquí –contestó
Ernesto, sonriendo –. Mi cuarto ya está desarmado, desde que me casé.
-Me acuerdo. En este
sofá vas a estar cómodo. Hay unas cobijas en la mesita-baúl de al lado. No te
preocupes, yo apago la luz. Todo está bien, mijo.
Y decía Ernesto que
cuando apagó la luz se cerró de golpe la tapa de la mesita-baúl y él se
encontró abriendo los ojos recostado en el sillón y tapado por un par de
cobijas que no recordaba haberse echado encima, con la luz apagada, por
supuesto. También decía que la pena por la muerte de su padre casi no se
sentía, y que recordaba segundo a segundo el encuentro y la conversación que
acababan de tener.
Al otro día, les contó
a su mamá y a su hermana lo que había sucedido. Ambas estuvieron convencidas de
que solo era un sueño. Pepita recordó, entre triste y alegre, las muchas peleas
que tenían por el desorden del escritorio de ella y cómo el la criticaba porque
ahí nunca se podía encontrar nada.
Después del desayuno, más tranquilos, fueron a ver, y ni siquiera
tuvieron que buscar: encima de todo, en un sobre muy grande de Manila, estaban
todos los papeles necesarios para las sucesiones, las ventas y los traspasos y
todos los trámites que hacían falta».
Tomado del libro de cuentos de misterio para niños Cuando se apaga la luz.
aloooooooooooooooooooooooo
ResponderEliminarme parecio muy bonita la lectura
ResponderEliminar.-.
ResponderEliminarMarcela y Merceditas son la misma persona?
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