cuentos de lucrecia maldonado, la mayoría inéditos en libro... por el momento.
Y algunos relatos de otros autores...

lunes, 2 de mayo de 2022

EL GRAN PICHINCHA

 

A mi tía Inesita.

Mi tía nunca se casó. Tenía una frase lapidaria, que solía repetir con frecuencia:

-Por algo nuestros héroes dieron su sangre por la libertad.

Y ella sabía de eso, porque en una época en que la mayor aspiración de las mujeres era casarse, decidió no depender de nadie, trabajar, irse sola a vivir un año en Estados Unidos, comprar una casa y dejar a toda su familia con la boca abierta cuando optó por no quedarse con todos los demás, sino andar a su aire por la vida.

No era muy juguetona ni alegre, no cantaba canciones de Cri-cri, el grillito cantor, ni nos hacía rezar en las noches. Más bien estaba pendiente de ver que nos portáramos bien, que aprendiéramos inglés y que nos viéramos limpios y atildados cuando compartíamos con ella.

A veces, sin embargo, se le ocurrían cosas que ni por asomo se les habría ocurrido a mis otras tías que sí cantaban canciones de Cri-cri y nos hacían rezar la novena de Navidad, como cuando un miércoles cualquiera de mayo propuso la gran idea:

-Vamos a mirar el Pichincha desde otro ángulo.  Para que entiendan por qué el Himno Nacional dice eso de “Gran Pichincha”. Este sábado. Ya contraté el taxi y nos vamos con papacito (mi abuelito) y los guaguas que quieran.

Todo el mundo se rio de un paseo que no parecía ni medio atractivo ni nada mejor, en taxi porque nadie manejaba, sin piscina, sin playa, sin caballos ni columpios. Pero mi papá, que era un hombre sabio y paciente, nos dijo:

-Sería bueno que vayan con la tía. Van a aprender cosas de la vida.

No fue ni la mitad de los sobrinos. Solamente mis dos hermanas, mi hermano, mi abuelito, mi tía y yo. Nadie más le vio sentido a semejante plan. Salimos de la casa de mi tía, pasamos recogiendo a mi abuelito por su vieja casa del Centro Histórico y nos fuimos hacia el pueblo de Lloa, a ver por qué el Pichincha era “El Gran Pichincha”.

Mi tía nos lo explicaba, sabiamente: el Pichincha, decía, no es solamente una montaña, ni dos, es una pequeña cordillera de varias elevaciones, y por ese motivo la pelea entre las tropas y de Aymerich y las de Sucre no fue cosa sencilla. Nos contaba que la noche anterior al 24 de mayo de 1822, el gran Mariscal del Ejército Libertario de Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, un hombre tan valiente y aguerrido como íntegro y bondadoso, había decidido abordar la montaña no por el lado visible desde la ciudad, sino por su parte ‘posterior’, por llamarla de alguna manera. Que aparte de todas las cualidades mencionadas, era un gran estratega y sabía lo que hacía y cómo lo hacía. Que, además, como ella, amaba esta ciudad con el alma a pesar de haber nacido en Cumaná, allá en Venezuela. Que se había casado con una dama quiteña, doña Mariana Carcelén, y que habían tenido una hijita que, misteriosamente, cayó de un piso alto al patio de la casa en donde vivían y perdió la vida… Y como ahí la historia se ponía no solo triste sino horrible, mejor volvía a hablar del Pichincha, del “Gran Pichincha”, como dice la última estrofa del Himno Nacional que ninguno se sabía. Entonces, ante los ojos embobados del señor taxista, que era el más atento de todos, ella la recitaba sin mucho drama porque, al igual que a mí, la declamación le daba risa:

Y si nuevas cadenas prepara

la injusticia de bárbara suerte,

¡gran Pichincha! prevén tú la muerte

de la patria y sus hijos al fin;

hunde al punto en tus hondas entrañas

cuanto existe en tu tierra: el tirano

huelle solo cenizas y en vano

busque rastro de ser junto a ti.

Como niños pequeños, menores de doce años, que éramos, no entendíamos casi nada. Pero entonces ella nos lo explicaba. Nos decía que la independencia de España había sido algo que en ese tiempo tenía que darse, pero que todavía no somos para nada libres, que todavía nos queda un larguísimo camino para recorrer, porque el peor enemigo, además, no es España ni ningún otro país que nos quiera someter o conquistar, sino que el verdadero enemigo se lleva dentro. Es la falta de amor por lo nuestro, decía, por eso ella no se quedó en Estados Unidos, porque a pesar de todo pensaba que hacía más aquí que allá. Es no saber cómo suena nuestra música, ni a qué sabe nuestra comida. Y sobre todo pensar que lo que se hace en otras partes vale más que lo que hacemos aquí. Decía mi tía que el peor enemigo es querer sacar provecho de todo y no respetar las normas de la convivencia. Que el peor enemigo es la codicia que nos hace desear mucho para sí sin que nos importe el bien de todos, que es el de cada uno. Y que por eso se cantaba… se rezaba al gran Pichincha para que nos destruya si no somos fieles al suelo en que nacimos, si no amamos lo que somos, si no trabajamos por la justicia y la igualdad.

Entonces nos detuvimos en la carretera y miramos, desde una ladera del frente, la mole del Gran Pichincha, majestuosa, enorme, con un rastro de hielo entre las cumbres. Nos quedamos en un silencio casi religioso, pensando en aquellos soldados que dieron su sangre por la libertad de los pueblos, recordando a Antonio José de Sucre, que ocho años después caería abatido por un disparo traidor en las selvas de Berruecos, mártir en representación de tantos héroes que se la jugaron solamente para terminar siendo traicionados por quienes se decían sus ‘amigos’.

Pero más tarde quisimos corretear por el potrero, y el abuelito nos advirtió que no comiéramos de esas frutitas negras que pululaban por ahí porque no eran mortiño sino “chanchi” y nos podía hacer mucho daño. Mi tía sacó frutas, bebidas y sándwiches para el pic-nic y almorzamos antes de regresar a la ciudad que solamente veía la una cara de la historia, la que cuentan los libros y se canta en los himnos, y no lo que nos toca por seguir trabajando, sabiendo, como mi tía querida, que la verdadera libertad no es cosa sencilla, y que a veces cuesta la sangre de los héroes y heroínas de cada día conseguirla, cuidarla y mantenerla.

 

sábado, 8 de mayo de 2021

el gato en la mecedora


 

para Lucy

que se acordó de mí

Cuando escuché que Lucero había ingresado en el hospital sentí un hueco en el estómago y frío en las rodillas. Alguna de esas veces que jugábamos en el parque me había contado que tenía asma. Y una de las cosas que dijeron cuando empezó todo era que la gente con asma, fuera de la edad que fuera, pertenecía al mismo grupo que mis abuelos, mi tío Ramiro y otros tantos, es decir, ‘población de riesgo’.

-Ahorita no se me nota –me explicó Lucero – pero cuando me viene el acceso, quitarán de ahí. Por suerte mis papás saben qué hacer.

Así era: descomplicada, alegre, sabia a pesar de sus diez años, mi edad. Como a mí, le gustaban los gatos, pero como no podía tener uno de carne y hueso, por lo del asma, tenía otras versiones. Los cojines de su cama eran una cara de gato y un almohadón de cuello en forma de gato arqueando el lomo, tenía una vitrina repleta de gatos de yeso, plástico, gatos de las Barbies, de porcelana, de madera. Gatos que le habían traído sus tías de los viajes, gatos de tela que su mamá le había cosido, gatos de papel-maché que ella misma había hecho en alguna clase de manualidades. Solo tenía un tigre de peluche al pie de la cama, un poco grande, porque (ella misma me lo explicó) el peluche también es peligroso en casos de asma. Pero le habían permitido ese tigre y ella era feliz teniéndolo como un adorno en uno de los sitios más visibles de su cuarto. Sin embargo, mi favorito era un gatito que casi no se veía, ahí, en una de las esquinas más humildes de la vitrina, uno de papel-maché sentado en una mecedora, que cuando saltábamos o corríamos cerca de él se balanceaba suavemente y por eso parecía tener vida.

Fue Félix, nuestro amigo de un grado mayor, con el que íbamos en el mismo bus, aunque yo me bajaba antes, quien me contó que en la casa de Lucero había habido un contagio que se había extendido a la familia. Y fue él quien, con sus ojos azules repletos de una tristeza que se desparramaba por toda la pantalla del zoom, me informó que ya todos lo estaban superando… menos Lucero. Me dijo que un día llegó una ambulancia y se la llevaron al hospital. Él lo sabía porque vivía en la casa de al lado, y lo había visto todo por la ventana: cómo la ambulancia se detuvo frente a la puerta y cómo después sacaron a Lucero en una camilla, recibiendo oxígeno de una mascarilla conectada a un tanque que llevaba un paramédico. Como aferrándose a una pobre y débil certeza, me dijo que la ambulancia se había ido a velocidad normal, sin sirena, y que luego su papá y su mamá también salieron detrás con mascarillas en un auto que no era el de ellos, sino tal vez el de un familiar, o un Uber, o quién sabe qué, eso no importaba.

Lo que importaba era que se llevaron a nuestra amiga al hospital.

Allá.

A donde solamente se llevaban a los viejitos diabéticos, obesos, cancerosos o hipertensos.

Se la estaban llevando en una ambulancia sin sirena y a velocidad normal, pero ambulancia al fin, y conectada a un tanque de oxígeno, a una niña de diez años que sufría de asma.

Durante muchos días soñé con Lucero. A veces, simplemente jugábamos, nos reíamos y mirábamos los gatos en la vitrina. Entonces despertaba pensando que las cosas iban a ir mejor, y que pronto nos volveríamos a encontrar para seguir siendo amigas. Pero a medida que pasaban los días, que Félix decía que no sabía nada, que nadie contestaba el teléfono y que una vez que se animó a salir a la calle completamente enmascarado y protegido para ir a tocar el timbre de la puerta de la casa de al lado, nadie atendió, los sueños ya no eran tan felices, solamente miraba la cara de Lucero, como detrás de un cristal empañado por la lluvia, sus ojos tristes, su quietud, sus trenzas rematadas por grandes lazos blancos…

El día en que levantó su mano como para saludar, desperté con un sobresalto. Estaba contenta, pensaba que se iba a reponer. Pero en cuanto me conecté a clases noté que la pequeñez del zoom no alcanzaba a disimular los ojos llorosos de la profe. Y después se conectó la directora de la escuela para confirmar lo que todos temíamos: “Lucero ya no estaba entre nosotros”.

Así lo dijo.

Dijo también lo típico de caso: era un angelito cuidándonos al lado del Padre. Ahora brillaba una estrella más en el cielo. Había dejado de sufrir. Cosas así.

No recuerdo mucho más de ese día. Solo que corrí a los brazos de mi mami y ahí me quedé, acurrucada, escuchando durante mucho tiempo cómo sus sollozos se mezclaban con los míos. No pudimos despedirla. En su casa no volvieron a contestar el teléfono… pero sí hicieron algo así como un funeral o una reunión, solo que, tal vez porque vivíamos lejos, por el miedo al contagio o quién sabe por qué, no me avisaron. Me enteré por otras personas, y ese insólito desprecio lastimó mi corazón de niña tan solo un poco menos que su ausencia definitiva.

Unos días después, me conecté con Félix por la computadora. Hablamos de cuánto la extrañábamos y lloramos juntos, todo lo juntos que se puede llorar a través de una computadora. Mientras nos secábamos los ojos, Félix levantó en el aire una figurita de papel-maché que era familiar para mí: un gatito en una mecedora.

-Estaban repartiendo algunas cosas entre sus amigos –dijo, intentando una sonrisa en medio de su voz insegura -, entre ellas, algunos gatos de su colección…

Sentí miedo de que lo hubiera tomado para sí, pero él siguió explicándome:

-Yo ya había cogido uno de sus cuadernos, pero cuando vi este gatito… te juro, Lauri, y espero que no me creas loco… te juro que escuché su voz detrás de mi hombro, diciendo: “ese es para la Lauri”. Así que me lo metí en el bolsillo, y aquí te lo tengo guardado para cuando volvamos a encontrarnos.

Ahora descansa encima de mi escritorio, y cuando hago los deberes paso suavemente mi dedo por su superficie rugosa y cálida a la vez. Él se balancea despacio, recordándome la sonrisa de Lucero, nuestros juegos, nuestras risas, y su cariño, que no me abandonó ni siquiera después de su partida.

lunes, 31 de octubre de 2016

detrás de las cortinas


«El papá de Ernesto murió poco tiempo después de que nos casáramos. Ya estuvo bastante enfermo para el día de la boda, y aunque sí pudo acompañarnos, no se levantó a bailar, ni cosa por el estilo. Pasaron algunos meses y falleció una noche mientras dormía, en esta misma casa.
Pepita quedó muy triste. Solo tenía dos hijos: Ernesto y su hermana menor, Marcela, que también estaba muy dolida por el fallecimiento de su papá, y que en ese entonces tenía menos de veinte años.
Ernesto y yo vivíamos en Quito, en un departamento muy pequeño para esa época, aunque para estos días se vería muy grande, y él estaba muy preocupado por su hermana y su mamá después del fallecimiento de su padre. Más todavía porque cuando una persona muere hay que hacer un montón de trámites y papeleos, con todo y la pena que se tiene, y Pepita había quedado tan afectada que lo único que quería era irse a Guayaquil con Merceditas y cedernos esta casa, pero para eso también tocaba encontrar los de papeles que hacían falta.
Una tarde de esos llamó muy angustiada, diciendo que no encontraba por ninguna parte la carpeta ni el sobre donde se guardaban todos los documentos de la casa. Ernesto todavía no llegaba de la universidad, era casi de noche, me acuerdo, y le ofrecí avisarle en cuanto regresara. Entonces, cuando llegó, le conté y él también llamó a su mamá. Después de hablar, vino y me dijo:
-Mamá está muy angustiada, ya sabes cómo se pone. Mercedes no la puede ayudar. No encuentran los papeles de la casa y mañana ya hay que entregar todo a los abogados. Voy a ver si encuentro un bus para ir hasta Alangasí y me quedo a dormir ahí, con ellas, porque regresar más noche ya ha de ser complicado.
Le pregunté si no quería que le acompañara. Sonrió:
-¿Para qué? Mejor quédate aquí, allá te va a tocar lidiar con toda la pena y la preocupación de la familia. Aparte de que toca revolver todo para buscar esos malditos papeles.
Estaba fastidiado. Me besó en la frente y se fue, no sin antes decirme que me amaba.
Al otro día me contó que había llegado ya cerca de las ocho de la noche que Pepita estaba desesperada y que Merceditas también. Buscaron los papeles por todas partes, sobre todo en los cajones, ficheros y estanterías del estudio de mi suegro, y nada. Ernesto sugirió que comieran alguna cosa y siguieran buscando. Cenaron, siguieron buscando y no encontraron nada, con lo cual Pepita se angustió más todavía. Más tarde, siguiendo una costumbre aprendida de mí, Ernesto le preparó a su mamá una agüita de tilo y le dijo a su hermana:
-Vamos a tomarnos algo fuerte en la sala.
Mercedes, que acababa de cumplir los dieciocho años, aceptó tomarse un traguito con su hermano. Me parece que no fue solo un traguito, porque Ernesto contaba que después de un rato ella prefirió ya irse a su cuarto y él se quedó en la sala, preguntándose dónde mismo se encontraban aquellos papeles que su mamá y todos necesitábamos con urgencia. Dice también que el reloj de péndulo comenzó a dar las campanadas de la media noche y él miró hacia las cortinas de la ventana grande de la sala porque algo se movía por detrás de ellas.
Al principio, Ernesto pensó que sería el viento, o tal vez el gato… pero justo en eso se abrieron las cortinas y apareció mi suegro, con su terno de siempre. Ernesto me contó que sonreía, que parecía muy sano y contento, como él hace tiempo que no lo había visto y como yo no lo había conocido jamás, solo por foto. Decía que le saludó con un gesto de la mano:
-Hola, hijo.
A Ernesto le asombraba haberle contestado, con toda naturalidad:
-Hola, papá.
Se sentó a su lado, y Ernesto no tuvo ningún temor al escucharle preguntar:
-¿Y por qué estás aquí y no en tu casa, con tu mujer?
-Porque mamá no encuentra los documentos de la casa. Cree que usted los tenía guardados y no sabe dónde los puso.
-¿Y ya buscaron bien?
-Claro. A eso vine.
Decía que entonces mi suegro se rió suavemente y luego le avisó:
-No están entre mis cosas. Están en el escritorio de ella.
-¿En el de la sala de estar de arriba?
-Sí, ahí mismo –y se rió de nuevo – .  En el desordenadísimo…
También Ernesto sonrió. Mi suegro y mi suegra discutían mucho porque mientras él era muy ordenado y organizado ella tenía sus cosas siempre revueltas y por eso se le confundía todo.
-Ya.
-Busquen ahí mañana de mañana, porque ahorita ya va a ser media noche y tienes que descansar. ¿Dónde vas a dormir?
-Aquí –contestó Ernesto, sonriendo –. Mi cuarto ya está desarmado, desde que me casé.
-Me acuerdo. En este sofá vas a estar cómodo. Hay unas cobijas en la mesita-baúl de al lado. No te preocupes, yo apago la luz. Todo está bien, mijo.
Y decía Ernesto que cuando apagó la luz se cerró de golpe la tapa de la mesita-baúl y él se encontró abriendo los ojos recostado en el sillón y tapado por un par de cobijas que no recordaba haberse echado encima, con la luz apagada, por supuesto. También decía que la pena por la muerte de su padre casi no se sentía, y que recordaba segundo a segundo el encuentro y la conversación que acababan de tener.
Al otro día, les contó a su mamá y a su hermana lo que había sucedido. Ambas estuvieron convencidas de que solo era un sueño. Pepita recordó, entre triste y alegre, las muchas peleas que tenían por el desorden del escritorio de ella y cómo el la criticaba porque ahí nunca se podía encontrar nada.  Después del desayuno, más tranquilos, fueron a ver, y ni siquiera tuvieron que buscar: encima de todo, en un sobre muy grande de Manila, estaban todos los papeles necesarios para las sucesiones, las ventas y los traspasos y todos los trámites que hacían falta». 
Tomado del libro de cuentos de misterio para niños Cuando se apaga la luz