para Sven
Les aseguro que los
publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al reino de Dios.
Evangelio de Mateo
Ahora estoy enfermo, y tan lejos de mi país, en otro en donde
pretenden curarme un mal incurable. Las horas se desgranan despacio entre la
asepsia de estas paredes, alrededor de la ventana que muestra una larguísima
frase de Fidel que la verdad me da pereza leer. El miedo y la nostalgia me
atenazan a partes iguales durante un noventa por ciento del tiempo, y si no
hubiera rejurado no llorar ni una sola puta lágrima, ni una sola puta vez, por
este puto motivo, daría a entender al mundo que mi hobby preferido es la
disección de cebollas, reales o imaginarias.
Para distraerme, a veces convoco recuerdos, no tan lejanos en
el tiempo como en la vivencia, porque hasta hace pocos meses yo era eso que
alegremente se llama “un joven bohemio” que trabajaba en una dependencia
municipal intentando introducir aunque sea por medio de la burocracia citadina
aquello que parece suntuario en la vida cotidiana de las personas: la poesía. Y
mientras lo hacía (o pretendía hacerlo) me distraía en actividades tan
entretenidas como seducir mujeres de todas las edades, escribir mi propia
poesía, consumir cierto tipo de servicios personales en las zonas rojas de la
ciudad, ir al cine por lo menos una vez por semana, emborracharme otras tantas,
y estas dos últimas las hacía en compañía del mejor amigo que la vida me ha
puesto en el camino: Fernando Simpson, uno de los médicos del Municipio, diez
años más viejo que yo, que había llegado por obra y gracia de una inundación a
trabajar en el mismo edificio en donde quedaban las oficinas del Departamento
de Cultura.
Cuánto extraño aquellas conversaciones interminables que
sosteníamos en los bares y cafés de la Zona. Cuánto añoro a los otros
compañeros de trabajo, sobre todo a esa dulce joven, eterna y platónicamente
enamorada de mi doctor, Susanita Montero Ruales, y su empeño en redimirnos de
aquello que su corazón católico consideraba pernicioso y maligno, aunque a Fernando y a mí, independientemente de nuestras vidas poco recomendables, nos adorara
tanto como nosotros a ella.
Pero en la aventura con la que hoy paliaré mi tristeza no
estaba Susana.
Durante muchas noches de viernes, Fernando y yo observamos a
las flores del asfalto florecer e incluso marchitarse contra las paredes de los
muros de la Zona. Yo tenía tres o cuatro conocidas con las que, en breves
períodos de soltería, o incluso de compromiso, solía calmar mis ansias de
compañía o de placer. El doctor, en cambio, no se les acercaba nunca, ni a las
mujeres ni a los que pretendían aparecer como tales. Les miraba con simpatía,
sí, pero no se les acercaba. A veces incluso me esperaba en algún bar o en
algún restaurante mientras yo ayudaba a ganarse la vida a alguna de esas
muchachas. Y luego seguíamos divirtiéndonos con alcohol y de repente algún
bareto por ahí, conversando de todo lo posible bajo la luna o bajo la lluvia.
Aquella fue la época de las ideas locas. Hice lo que
llamábamos “Talleres urbanos”, que consistía en leerle poesías a la gente que
andaba por el Centro Histórico o que trabajaba informalmente en sus calles. Nos
emocionábamos. Nos divertíamos. Parecía un juego, y en verdad lo era pero no lo
era. El día en que le dije que hiciéramos lo mismo con aquellas mujeres y
aquellos travestis, Fernando sonrió con algo de melancolía.
-¿Y qué poemas les leeríamos? –preguntó, trayéndome de golpe
a una realidad difícil de aceptar a un joven que había sido durante mucho
tiempo un niño malcriado e irreverente: no lo que a mí me pareciera bueno sería necesariamente lo mejor para aquellas
personas cuya vida era más complicada de lo que su aparente ligereza sugería.
Poemas relacionados con prostitución, con “damas de la noche”,
“samaritanas del amor” y cosas similares habrían resultado una total falta de
tino, cuando no una crueldad. Poemas de amor, tal vez no lo más adecuado.
Poemas existenciales, quién sabe. Siempre había el peligro de que se nos pasara
la mano o de que algunas sensibilidades resultaran lastimadas. Entonces una
noche de esas, hicimos un estudio de mercado. Escogimos diez al azar: cinco
mujeres y cinco hombres. Les preguntamos qué era lo que más les gustaría
recibir, aparte de dinero, seguridad y poder trabajar en paz sin el agobio de
las batidas o del maltrato. Cuatro mujeres y tres hombres nos dieron la pista:
un poco de cariño, dijeron; alguna vez, un abrazo que no fuera sexual. Los
otros, no me acuerdo qué mismo pidieron. Y total no importaba, después de todo
vivimos en una democracia. Disimulando el nudo que me agobiaba la garganta, y cuyo
recuerdo ahora mismo me está empezando a estorbar el paso de la saliva, me
alejé para planear la correspondiente actividad con mi amigo del alma.
Para entonces mis encías habían comenzado a sangrar levemente
cada vez que me lavaba la boca, me cansaba un poco más que de costumbre después
de cada noche de farra y me aparecían moretoncitos ocasionales en las
extremidades; sin embargo, aún nadie sabía que mis glóbulos blancos habían
empezado a alborotarse de la nada. Y fue una de esas noches de sábado cuando,
después de cenar un par de hot-dogs de carrito aderezados con cerveza,
comenzamos a poner en marcha nuestro demente y cariñoso plan comenzando por una
de las sórdidas esquinas en donde nuestras beneficiarias se alternaban con los
carameleros vendedores de cigarrillos, chicles, chocolates, funditas de bazuco,
papelitos de ácido y otras maravillas.
Fernando y yo permanecimos un rato observando el panorama disponible:
dos niñas menores de edad, impúdicas como ellas solas, maquilladas como
cuarentonas, fumaban en una esquina ofreciéndose al mejor postor.
-¿Cómo será de hacer, Miguel? –me preguntó Fernando.
Me encogí de hombro y una risa nerviosa nos ganó,
obligándonos a volvernos de espaldas para que las muchachas no pensaran que nos
reíamos de ellas. Luego respiré hondo y le dije:
-Tú sólo sígueme.
Nos acercamos a las dos. Ellas en seguida comenzaron a
insinuarse. Entonces volví a respirar, y dije a la que yo había abordado:
-No. Hoy no. Solo te quiero dar un abrazo –y como ella puso
cara de “por favor, déjame trabajar”, le aclaré –: nos tomará menos de un
minuto.
Su carita híper maquillada se hundió en mi pecho mientras la
rodeaba con mis brazos. Pude sentir los latidos de mi corazón, y los del suyo.
Vi que Fernando, más alto que yo, también acogía entre sus brazos a la
compañera de mi amiga que lo rodeaba con los suyos por igual. No sé si duró
un minuto. O menos. O más. Solo sé que después de unos segundos de duda sus
brazos también rodearon mi cuerpo, y que cuando para cumplir con mi promesa de
“menos de un minuto” traté de desatar los míos, ella no desató los suyos
por nada de este mundo, así que nos quedamos trenzados hasta cuando ella quiso.
En una esquina de más allá, dos travestis que se me antojaron gigantescos,
ataviados con minifaldas talla XXL, conversaban y miraban furtivamente a los
autos que atravesaban la calle. Tomamos valor y nos acercamos. No dimos mayores
explicaciones, apenas los brazos abiertos, y la sonrisa que al fin se logró
abrir paso entre mis labios. El más alto me preguntó de qué se trataba. Sin
pensar, le expliqué, muy suelto de huesos:
-Es que… hoy es la Noche de los Abrazos.
El otro me preguntó, con un vozarrón, si de repente no era
cristiano. Contesté con toda sinceridad:
-No, qué va: solo abrazador…
Y ante tal confirmación ambos me dieron dos abrazos de
hombre, palmeándome la espalda con sus
enormes manos de uñas redecoradas hasta causarme más moretones de los que ya
tenía en otras partes del cuerpo. Al separarme, uno de ellos me preguntó si… Le
contesté que no, muchas gracias, que la Noche de los Abrazos me tenía bastante
atareado. Sonrió y me dijo:
-Bueno, pero cuando quieras…
Me alejé, un poco tembloroso. Vi que Fernando apretaba contra
su hombro a una muchacha en una actitud que me recordó a un pésame, algo así.
Mi siguiente objetivo, no necesariamente buscado, era una mujer ya mayor y
bastante gruesa que prácticamente se me lanzó encima porque ya se estaba
corriendo la voz. Brazos maternales. Palabras que no conseguí entender. Una
boca húmeda y gruesa succionando algo desde lo profundo de mi mejilla. Un olor
a perfume barato que me acompañó durante todo el resto de la noche. Una sonrisa
que no olvidaré. A mi lado, Fernando, también sonriendo con algo que se bamboleaba peligrosamente entre la felicidad y el llanto. Más allá, alguien de sexo indefinible o por definirse
abriendo los brazos sin decir palabra, y yo cayendo redondo en ellos. Más
palmadas (señal de que era hombre), pero también un beso en la mejilla que ya
había sido hollada por lápiz labial, y su voz andrógina susurrando apenas un
“gracias” conmovedor y conmovido. Otra muchacha. Una mujer en la treintena.
Otro travesti. Otra señora.
Un niño caramelero de menos de diez años dejó su charolito en
la vereda y levantó los brazos hacia mí; me acuclillé, lo apreté contra mi
hombro estrechamente y lo sentí aferrarse a mi cuello sin pensar en soltarse
durante mucho tiempo. Al incorporarme, la mano de Fernando en mi hombro. Su
sonrisa serena. Su voz:
-Allá hay unas cuantas más, y creo que nos esperan…
Es increíble cómo se aferran al cuello de uno las personas
que de repente y por fin reciben un abrazo sin tener que cobrar ni que pagar.
Es increíble cómo uno también se siente atrapado en esa espiral de cariño que
sana y que desgarra, que alegra y entristece, que demuestra cuánto se puede
hacer y cuán poco puede ser en menos de un minuto. Brazos, pulseras
tintineantes, aretes clavándose en las mejillas, bocas entregando y recogiendo
besos fraternales, sin más pudor que el de la premura del tiempo, palabras que
no se alcanzan a comprender; pero no importa. Y al salir de cada abrazo,
sonrisas, ojos brillantes, rostros iluminados. De vez en cuando, la mano de mi
amigo regresando a mi hombro, mostrándome el camino. En un determinado momento,
advertir que no éramos los únicos: que los punkeros y los marihuaneros, las parejas
de novios y de novias, los carameleros y carameleras, e incluso algún
sentimental policía de tránsito seguían nuestro ejemplo con más entusiasmo del
previsto, mientras los proxenetas se indignaban sin poder hacer mucho. Más
perfume barato. Más latidos alborotados. Más indefinibles sonrisas al
separarse. Más “gracias” emocionados en los oídos o apenas delineados por bocas
de un rojo chillón frente a la nuestra, desvalida y despintada, que también
temblaba al agradecerle a la noche ese regalo. Más y más labios en la cara. Y manchas
de labial, de sombras y de rímel en la piel, en la ropa, en los hombros, en los
labios que recogían sabor a perfume y sal, y en las mejillas manchas de
maquillaje disuelto que no eran nuestras, que de ninguna manera eran mías,
aunque tal vez también lo eran.
Tithy Titanium Bike Frame
ResponderEliminarTithy Titanium Bike Frame. Tithy is a high titanium earrings studs quality guy tang titanium toner titanium bike frame designed for beginners. Tithy is manufactured in Germany and Frame titanium frames Material: Stainless Steel$45.00 microtouch trimmer · In titanium legs stock