cuentos de lucrecia maldonado, la mayoría inéditos en libro... por el momento.
Y algunos relatos de otros autores...

lunes, 31 de octubre de 2016

detrás de las cortinas


«El papá de Ernesto murió poco tiempo después de que nos casáramos. Ya estuvo bastante enfermo para el día de la boda, y aunque sí pudo acompañarnos, no se levantó a bailar, ni cosa por el estilo. Pasaron algunos meses y falleció una noche mientras dormía, en esta misma casa.
Pepita quedó muy triste. Solo tenía dos hijos: Ernesto y su hermana menor, Marcela, que también estaba muy dolida por el fallecimiento de su papá, y que en ese entonces tenía menos de veinte años.
Ernesto y yo vivíamos en Quito, en un departamento muy pequeño para esa época, aunque para estos días se vería muy grande, y él estaba muy preocupado por su hermana y su mamá después del fallecimiento de su padre. Más todavía porque cuando una persona muere hay que hacer un montón de trámites y papeleos, con todo y la pena que se tiene, y Pepita había quedado tan afectada que lo único que quería era irse a Guayaquil con Merceditas y cedernos esta casa, pero para eso también tocaba encontrar los de papeles que hacían falta.
Una tarde de esos llamó muy angustiada, diciendo que no encontraba por ninguna parte la carpeta ni el sobre donde se guardaban todos los documentos de la casa. Ernesto todavía no llegaba de la universidad, era casi de noche, me acuerdo, y le ofrecí avisarle en cuanto regresara. Entonces, cuando llegó, le conté y él también llamó a su mamá. Después de hablar, vino y me dijo:
-Mamá está muy angustiada, ya sabes cómo se pone. Mercedes no la puede ayudar. No encuentran los papeles de la casa y mañana ya hay que entregar todo a los abogados. Voy a ver si encuentro un bus para ir hasta Alangasí y me quedo a dormir ahí, con ellas, porque regresar más noche ya ha de ser complicado.
Le pregunté si no quería que le acompañara. Sonrió:
-¿Para qué? Mejor quédate aquí, allá te va a tocar lidiar con toda la pena y la preocupación de la familia. Aparte de que toca revolver todo para buscar esos malditos papeles.
Estaba fastidiado. Me besó en la frente y se fue, no sin antes decirme que me amaba.
Al otro día me contó que había llegado ya cerca de las ocho de la noche que Pepita estaba desesperada y que Merceditas también. Buscaron los papeles por todas partes, sobre todo en los cajones, ficheros y estanterías del estudio de mi suegro, y nada. Ernesto sugirió que comieran alguna cosa y siguieran buscando. Cenaron, siguieron buscando y no encontraron nada, con lo cual Pepita se angustió más todavía. Más tarde, siguiendo una costumbre aprendida de mí, Ernesto le preparó a su mamá una agüita de tilo y le dijo a su hermana:
-Vamos a tomarnos algo fuerte en la sala.
Mercedes, que acababa de cumplir los dieciocho años, aceptó tomarse un traguito con su hermano. Me parece que no fue solo un traguito, porque Ernesto contaba que después de un rato ella prefirió ya irse a su cuarto y él se quedó en la sala, preguntándose dónde mismo se encontraban aquellos papeles que su mamá y todos necesitábamos con urgencia. Dice también que el reloj de péndulo comenzó a dar las campanadas de la media noche y él miró hacia las cortinas de la ventana grande de la sala porque algo se movía por detrás de ellas.
Al principio, Ernesto pensó que sería el viento, o tal vez el gato… pero justo en eso se abrieron las cortinas y apareció mi suegro, con su terno de siempre. Ernesto me contó que sonreía, que parecía muy sano y contento, como él hace tiempo que no lo había visto y como yo no lo había conocido jamás, solo por foto. Decía que le saludó con un gesto de la mano:
-Hola, hijo.
A Ernesto le asombraba haberle contestado, con toda naturalidad:
-Hola, papá.
Se sentó a su lado, y Ernesto no tuvo ningún temor al escucharle preguntar:
-¿Y por qué estás aquí y no en tu casa, con tu mujer?
-Porque mamá no encuentra los documentos de la casa. Cree que usted los tenía guardados y no sabe dónde los puso.
-¿Y ya buscaron bien?
-Claro. A eso vine.
Decía que entonces mi suegro se rió suavemente y luego le avisó:
-No están entre mis cosas. Están en el escritorio de ella.
-¿En el de la sala de estar de arriba?
-Sí, ahí mismo –y se rió de nuevo – .  En el desordenadísimo…
También Ernesto sonrió. Mi suegro y mi suegra discutían mucho porque mientras él era muy ordenado y organizado ella tenía sus cosas siempre revueltas y por eso se le confundía todo.
-Ya.
-Busquen ahí mañana de mañana, porque ahorita ya va a ser media noche y tienes que descansar. ¿Dónde vas a dormir?
-Aquí –contestó Ernesto, sonriendo –. Mi cuarto ya está desarmado, desde que me casé.
-Me acuerdo. En este sofá vas a estar cómodo. Hay unas cobijas en la mesita-baúl de al lado. No te preocupes, yo apago la luz. Todo está bien, mijo.
Y decía Ernesto que cuando apagó la luz se cerró de golpe la tapa de la mesita-baúl y él se encontró abriendo los ojos recostado en el sillón y tapado por un par de cobijas que no recordaba haberse echado encima, con la luz apagada, por supuesto. También decía que la pena por la muerte de su padre casi no se sentía, y que recordaba segundo a segundo el encuentro y la conversación que acababan de tener.
Al otro día, les contó a su mamá y a su hermana lo que había sucedido. Ambas estuvieron convencidas de que solo era un sueño. Pepita recordó, entre triste y alegre, las muchas peleas que tenían por el desorden del escritorio de ella y cómo el la criticaba porque ahí nunca se podía encontrar nada.  Después del desayuno, más tranquilos, fueron a ver, y ni siquiera tuvieron que buscar: encima de todo, en un sobre muy grande de Manila, estaban todos los papeles necesarios para las sucesiones, las ventas y los traspasos y todos los trámites que hacían falta». 
Tomado del libro de cuentos de misterio para niños Cuando se apaga la luz