cuentos de lucrecia maldonado, la mayoría inéditos en libro... por el momento.
Y algunos relatos de otros autores...

jueves, 18 de noviembre de 2010

sin ningún compromiso

Y en su emoción ya madura
la fuga del día
sentí su melancolía
del atardecer.
Y me nombró
su voz de puesta de sol.
La presen
mareada de anochecer.
Horacio Ferrer
No es el corazón, dicen.
Es el hipotálamo.
Pero a mí me gusta pensar que es su corazón lo que la hace venir hacia mí con esa sonrisa aparentemente ingenua, fingiendo que va a preguntar alguna cosa que se ha quedado suelta en la clase.
-Profe, yo también quiero ser escritora.
Lo dice con convicción, pero también lo dice con esa apabullante certeza inútil de los niños que a los cuatro años aseguran querer ser “dotores” para curar a las abuelitas cuyos achaques ya comienzan a inquietarles.
Me pongo serio. Trago saliva y me pongo un poco más serio aún. Le pregunto:
-¿Está segura?
-Segurísima.
Y sonríe desde el encanto de sus diecinueve años como si en el mundo no hubiera otra cosa qué hacer, Winona Ryder de los pobres. ¿Por qué se me anuda así la garganta al mirarla? ¿Por qué me detengo en seco y me siento tan emocionado como estúpido? ¿Por qué no puedo contestarle rápido mientras ella ya está hilvanando el hilo de una nueva pregunta?
-¿Cree que podré?
-Querer es poder –respondo, sentencioso, y enrojezco de golpe porque si antes me sentía estúpido, ahora estoy convencido de que soy más débil mental que una mesa o una puerta, o que las dos juntas.
Ella sonríe de nuevo:
-Se puede lo que se hace también ha dicho Julio Cortázar. Usted mismo nos contó.
Maldito Cortázar, siempre diciéndolo todo con esa perfección apabullante. Mi voz suena como el graznido de un gallo enfermo cuando le respondo, fingiendo un ridículo aplomo:
-¿Y usted, hace o puede?
Saca de su fólder de acordeón unas hojas. Poemas. Un cuento. Me mira ya sin coquetería y las coloca sobre el escritorio:
-¿Quiere leer? Sin ningún compromiso…
Por algún motivo me recuerda la vez, tan lejana como mis primeros años de universidad, en que me había enamorado de una dependienta de zapatería, y mientras la cortejaba esperando a que atendiera a miles de clientes, a cual más feo, la escuchaba repetir una y otra vez ‘puede probarse sin ningún compromiso…’ antes de arrodillarse, calzador en mano, frente a cualquier persona, hombre o mujer, a quien yo odiaba desde el fondo de mi ser tan solo por tenerla de rodillas a sus pies. Pero de eso hace ya tantos años. Tantos lustros, diríamos, en donde se guardan otras mujeres, un breve matrimonio, la viudez temprana, el sexo esporádico con cuasi desconocidas, y más cosas de las que preferiría no acordarme, o de las que, de hecho, ya no me acuerdo tan bien como antes mientras ella coloca los papeles sobre el escritorio y levanta hacia mí esa sonrisa capaz de remecer órganos internos que ya me había olvidado que tenía. Entonces, para disimular mientras sus ojos enormes y oscuros me carcomen la poca cordura que me queda, vuelvo a sentenciar:
-Ser escritor o escritora no es una cosa fácil. Es un trabajo de cada día, de muy poco reconocimiento, cuando no póstumo, una carrera de pobreza y soledad…
Mierda. ¿Por qué digo eso? De repente se me han mojado los ojos, la voz se me ha roto y no me he dado ni cuenta de cuando iba a pasar para aunque sea morderme a tiempo el labio inferior o el interior de una mejilla. Miro hacia la ventana y toso, fingiendo o pretendiendo fingir un atragantamiento. Respiro hondo para serenarme. Tengo otra clase en diez minutos. Haciéndome el loco, me vuelvo hacia ella y descubro sus ojos un poco espantados fijos en mi cara.
-O sea, profe… -aclara, con su voz ronca y para el momento casi nada sensual – yo solo quería que me dijera si le gusta lo que escribo, nada más…
Niego con la cabeza. Intento sonreír. No lo consigo, claro. Cuando me siento un poco más compuesto, le digo:
-Tranquila: no es nada. Creo que cada día me pongo más viejo, ¿no? Déjeme aquí sus textos y hablamos luego, señorita…
-María del Carmen, sin ‘señorita’ –aclara, y de repente descubro en la mano que pone sobre la mía el color de una ternura que tiene la edad de mi infancia.
-Bueno, entonces yo tampoco seré el ‘profe’, sino Edmundo a secas. ¿Le parece?
Sonríe y se le marcan hoyuelos en las mejillas. Diosmío. Diosmíodiosmíodiosmío. Es tan hermosa. Alguien con esa sonrisa debería tener prohibida la circulación por este mundo de gente perversa y mal encarada. Me siento yo también sonreír.
-Hasta mañana, pro… Edmundo.
-Chao, María del Carmen. Nos vemos en la clase de Redacción.
-Redacción uno –aclara, pícara, levantando el índice y escucho, casi con sorpresa, el timbre ajado de mi antigua risa.
Qué me pasa.
Me pregunto qué me pasa mientras camino hacia un aula repleta de alumnos casi tan viejos como yo que hacen una maestría en cualquier cosa para mejorar su currículum. El corazón me late como un reloj antiguo al que le acaban de dar cuerda a los años. No puedo esperar para leer los papeles que María del Carmen me ha dejado entre las manos, aunque en el fondo estoy casi seguro de que serán los típicos poemas cursis de poster con atardecer marino en el fondo. Pero qué importa. Qué me importa. Mientras los estudiantes hacen un trabajo de grupo, abro la carpeta donde están las hojas y leo:

me bato en retirada
de tus ojos
y sin embargo
basta que me mires
para querer
volver

Obviamente, eso no admite el póster con paisaje de atardecer marino. Leo otro más:

el hilo
de mi corazón
todavía se enreda
en el silencio
del tuyo

Ya. Eso tampoco admite el póster con pareja tomada de las manos en la playa. De la nada, sus ojos grandes y oscuros de Winona Ryder me estremecen por dentro (¿por qué tenía que robar en aquel almacén, gringa maldita, y así privarnos de volverla a ver en algún buen papel importante? no hay derecho, carajo). Y su sonrisa con hoyuelos. El hilo de su corazón todavía se enreda en el silencio del de algún imbécil que no sabe lo que tiene. Cuánto lo odio. Y cuánto le agradezco dejarme el camino libre.
¿Libre?
Leo:

ENDECASÍLABO
cómo no ser feliz cuando me abrazas

Ya. Cómo no va a ser feliz cuando el mismo imbécil imberbe la abraza. Reina del micro poema, de los ojos oscuros, de la sonrisa indescriptible. Y entonces comprendí por qué se llora, dijo sabiamente Bécquer, y entonces comprendí por qué se mata.
Salgo de la clase de maestría con dolor de cabeza y ganas de irme a dormir a ver si sueño con María del Carmen. Y sí. No necesito ni siquiera dormir. Ella está en la puerta de la facultad, abrazada a su fólder de acordeón, con dos amigas y un chico esmirriado (¿el que le hace feliz al abrazarla?). Me saluda con una sonrisa y un gesto. Me siento sonreír a mi vez y digo, ejercitando mi enmohecida picardía con un guiño:
-Ya leí algo.
Sonríe nuevamente. Diosmíodiosmíodiosmío.
-¿Y?
Es ahora, o nunca:
-¿Nos tomamos un café, por ahí? –me arriesgo con todo.
-Espérese llamo a la casa para decir que voy a llegar un poco más tarde…
Lo demás resulta ocioso de contar. Para qué reproducir mis sesudas reflexiones de maestro de expresión oral y escrita en un preuniversitario común y corriente. Para qué mencionar sus desaladas frases de niña que quiere ser escritora porque alguna vez alguien le estrujó con violencia el corazón como nos pasó a todos, ya se sabe. Para qué decir nada de la magia de sus palabras brotando desde el papel hasta llegar a mi alma. Para qué repetir los argumentos ya no tan literarios como existenciales de ambos, y esa tentación de abrazos y lágrimas que corría como un río subterráneo por el que navegamos hasta abrir los ojos juntos en mi cama de viejo y solitario profesor, mientras a las siete de la mañana, en la radio de alguna vecina, la formidable voz de alguien llamado Jairo, creo, repetía en un pasmoso ejercicio de sincronicidad:

… Si estás mirando el amanecer
hay una niña en el alba,  ¿la ves?
y con la niña en el alba estoy yo
y el día empieza otra vez.

martes, 16 de noviembre de 2010

la casa de la vicentina


a vos, Alicia, que te diste un minuto
para rescatarme de la angustia
y las ganas de morir

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable
José Agustín Goytisolo

Podría empezar diciendo que no tenías por qué saberlo. Pero ya habías llegado al lugar y al tiempo en el que se sabe todo aunque nadie nos lo cuente. Tal vez me miraste desde algún huequito entre las nubes durante todos aquellos días de angustia: mi remordimiento por haber abierto el arcano de los secretos ajenos para escribir cuentos y cositas que quizá no tenía derecho a; mi pena por las muertes sucesivas de gente que se largaba, a veces por mano propia, sin decir ni hasta mañana; mi hija paseaba por Europa en compañía de su padre, sin saber nada de los dramas familiares, y mi hijo acababa de decidir que las drogas le podían dar todo aquello que según él la vida le  había negado.
Tal vez, como te dije, a través de algún huequito por entre las nubes te llegó el eco de mi sorda desesperación aquella noche en que me dormí llorando al pensar en que quizá lo mejor era desaparecer yo también, como alguno de los amigos, para así obligar al papá de mis niños, sobre todo de mi niño, a hacerse cargo de ellos, sobre todo de él. Arquetipo paterno, que le dicen los que saben. No es que yo también me quisiera ir. Es que, de repente, pensé que me tenía que ir para ayudar a que las cosas funcionaran, aunque no me quisiera ir. Creía que era necesario.
La calle se me abría ante los ojos, estrecha y desconocida. Un barrio obrero, de casas más bien deslucidas. ¿La Vicentina, podría ser? Una pared, un tapial alto, enlucido bastamente con cemento sin pintar, gris y con sombras de humedad en algunas partes. Esa era tu casa, porque de repente yo te estaba yendo a visitar. En medio del tapial, una puerta de reja que dejaba entrever un patio de vecindad o conventillo con una pared mal pintada de rosa fuerte, unas gradas que llevaban hacia arriba sin que se supiera dónde y una piedra de lavar. La puerta de reja estaba cerrada con candado. Yo te quería ver, aunque no tenía idea de si me esperabas o no. Llamé. Tal vez timbré, golpeé el candado contra la reja, no me acuerdo.
Ni siquiera me había dado cuenta de cuando apareciste delante de la puerta de reja, furiosa e imperativa, haciéndome con el dedo índice y el brazo extendido el gesto de que me fuera por donde había venido. Me gritaste, como nunca me habías gritado en todos los años de nuestra amistad:
-¡Andate! ¡No te quiero ver! ¡No tienes nada qué hacer aquí!
Y me lo repetiste una y otra vez, por si acaso no lo hubiera comprendido bien, siempre señalándome la calle en la dirección en la que me había acercado a la puerta. Me tuve que ir. Ni siquiera te pude contestar nada. En el fondo, pensaba que  ni tú, que ya estabas del otro lado, me habías querido recibir, y eso aumentaba el peso de mi dolor y de mi angustia. Tal vez por eso regresé ocho días después. Siempre con miedo vi de nuevo el tapial y su tosco enlucido. Pero esta vez la puerta de reja de metal estaba entornada y se podía ver con mayor claridad la pared rosa fuerte, las escaleras y la piedra de lavar junto a la que tú permanecías de pie y en la que limpiabas algunos útiles de fotografía dorados y resplandecientes.
Raro, pero esta vez sonreíste al mirarme. Llevabas un terno de pantalón muy elegante, amarillo claro, tal vez amarillo limón, yo no sé mucho de nombres de colores. Tuve miedo de acercarme a ti y nuevamente provocar tu enojo, tus duras expresiones, el tono violento de tu voz al echarme de nuevo a la calle. Pero no fue así. Esta vez me abriste los brazos con ternura y cariño. Y tus palabras fueron cayendo, una a una, como gotas de bálsamo en mi alma atormentada:
-Lucre, cuando yo viví en Quito tú fuiste una de mis mejores amigas, y todavía te llevo siempre en mi corazón porque nada podrá cambiar eso. Algún rato volveremos a darnos otro abrazo, no lo dudes; pero hoy no es el momento: tú tienes todavía mucho que hacer ahí afuera.
Todavía recuerdo el calor de tus brazos en torno a mi cuerpo, y tu sonrisa segura y firme mientras me devolvías a la vida de todos los días, en una calle cualquiera de los rincones de esta ciudad que tanto amaste, mientras ya me llamaban a seguir adelante la luz del sol y los cantos de los pájaros que también despertaban a la esperanza de un día más.

lunes, 19 de julio de 2010

como una flor



Ahora ya soy grande. Más grande, quiero decir. Tengo novio. Y lo quiero mucho. Pero a veces han ocurrido cosas que no resulta tan sencillo dejar atrás. En realidad no es fácil hablar de lo que ya pasó. El caso es que una es pequeña todavía y algo sucede. Algo que pensamos que es mejor no decir, no contar. Olvidar, en últimas.
Ella era dos o tres años mayor que yo. Y bailaba. Y nos enseñaba a bailar para la comedia musical de fin de curso. Tenía los ojos almendrados, verdes, brillantes. Tenía la piel como de seda. A veces se movía como un hada, a veces como un huracán. Y yo de grande (porque era más chiquita) quería ser como ella. Tal vez por eso hacía lo que más podía para  imitar sus movimientos, sus gestos, sus guiños y su sonrisa. Porque su sonrisa era hermosa, y no solo por los dientes perfectos en su alineación y color, sino por la frescura del gesto, por la calidez de la expresión. Por cómo era ella, así, como una flor.
¿Qué flor?
No sé.
Una cucarda no necesariamente rosada.
Un cartucho.
Un anturio.
En fin, no importa.
Nos hicimos amigas pronto. No sé si a todo el mundo le pasa, pero hay gente con la que enganchas en seguida, ¿no? Es como si hubiera una corriente magnética, se podría decir. Algo eléctrico. Entran en un cuarto lleno de gente y sabes que con esa persona algo pasará, más tarde o más temprano. Después de demostrar el baile, me llamó a mí al centro de la pista para que lo repitiera con ella. Me dio la mano porque de repente yo no atinaba qué hacer.
Tenía catorce años.
Y sentí que entre su mano y la mía cruzaba esa corriente eléctrica.
Y sus ojos y su sonrisa me dijeron que ella también lo sintió.
Bailé. Bailamos. Luego nos tomamos todos un helado porque el ensayo había ido muy bien. Ella vino a conversar un poco conmigo sobre por qué hacía esto. Cosas que siempre se conversan con amigas que acabas de conocer. Nos dimos los correos electrónicos para chatear.
Me fui. Lo bueno de tener catorce años es que todavía no hay experiencias previas para comparar. Tal vez por eso no me asustó ni me sorprendió que la imagen de su rostro sonriente volviera una y otra vez a mi pensamiento. Era una amiga. Era, mejor dicho, la mejor bailarina de todo el colegio. Y le había gustado mi baile. Tanto, que me había dado la mano para sacarme al escenario a hacer la demostración del baile con ella. Me sentí orgullosa. Feliz.
Cuando en la casa conté cuatro y cinco veces lo que había pasado, mis papás fueron quienes se me quedaron mirando con extrañeza y comenzaron a hacer más preguntas sobre el personaje que sobre la situación. Y cuando por fin dije que me había encantado su arte, su baile, su gesto, y que era preciosa y se parecía a una flor, mi mami se quedó en seco recogiendo un plato de la mesa y levantó una ceja hasta más arriba de la mitad de la frente mientras su boca preguntaba:
-¿Como una flor? ¿Qué flor?
Ya dije: un cartucho, tal vez. Un anturio rojo y brillante. Algo así. La tensión no se fue de la cara de mi mami aunque trató de espantarla murmurando:
-La quisiera conocer.
Las mamás saben todo. Aunque no lo digan. Aunque no se den cuenta. Incluso cuando piensan que no saben. Y saben todo antes de que pase. Al menos la mía. Pero no dijo nada. Bajó la ceja y siguió con sus cosas.
Pero bueno, aunque mi mamá fuera a saber, una de las cosas que aprendí en este punto de mi vida es que una cosa es saber y otra enterarse. Por eso mejor dejé de hablar tanto de ella. Mejor dicho, de nosotras.
No sé si ya dije que era como una flor.
Seguro que lo dije.
Hermosa como el único pétalo de un anturio encendido resplandeciendo en el aire.
Hermosa para atraer a los quindes y a las abejas.
Con su sonrisa.
Y su mano extendida hacia la mía para que pasara a demostrar el baile a su lado.
Y su perfume “Anaïs-Anaïs” llenando el ambiente de un segundo al otro.
Y yo que de grande quería ser como ella.
Al salir del ensayo nos fuimos a tomar un helado y a conversar. Y no me importó mucho llegar un poco tarde a la casa. Ella me dijo:
-Yo te acompaño hasta el barrio, o si quieres hasta la puerta de tu casa.
-Puedes entrar un ratito si quieres –le contesté.
Ella solamente sonrió, como quien no quiere la cosa:
-Mejor  no. Yo también tengo que hacer deberes hoy noche.
En realidad, si nos ponemos a ver, no hay mucho más qué decir. Las cosas pasan. Como dice Mafalda en uno de sus chistes: “Las cosas no van: vienen”. Y vienen. Y para qué hablar de lo que vino si ya no está. Si ya no estará más.
Ese apretón de manos un poco más demorado que los demás al regresar apresurada después de mi presentación, en medio de aplausos y bravos más de la familia que del público de verdad.
Ese ofrecimiento para ayudarme a cambiar rápido el atuendo para el segundo acto.
Ese suave roce de labios entre la espalda, el hombro y el cuello en el bullicio y la aglomeración del camerino.
Y las miradas encontrándose sin trabas en el aire.
Te quiero.
Yo también.
Y solamente comprenderlo en su magnitud después de habérnoslo dicho.
Te quiero.
Yo también.
Pero la obra seguía.
La vida seguía.
Y de repente en el colegio huir la una de la otra, bajar los ojos al encontrarnos en el patio o el corredor.
Solo que alguien en alguna parte acomoda las cosas, las organiza y las arregla para que pase lo que tiene que pasar, que le dicen.
Pensar en ella.
Dibujar su nombre en las esquinas de las hojas del cuaderno.
Y la flor. El anturio rojizo de la maceta haciéndome guiños cada vez que pasaba por delante de él.
Porque no sé cuántas veces dije ya que ella era como una flor.
Y cuando nos fuimos de gira con la obra a un intercolegial interprovincial o algo parecido terminamos en el mismo cuarto del hotel por azares de la vida o por presión de nuestro propio deseo.
Nadie debe saberlo, pero tan solo entonces pude sentir por primera vez la tersura de mi piel contra otra piel. Sus manos despaciosas acariciando mis caderas, nuestras piernas entrecruzándose en medio de la oscuridad. Y sus labios en mi boca.
Dormir abrazadas.
Eso.
La vida esconde sus secretos en baúles repletos de ropajes ajados. De repente comprendes que no eres la primera a la que esto le ocurrió, ni serás la última. Solo eres una más en el universo. Sin embargo, y ella misma te lo dice:
-Es mejor dejar de vernos. En verano me voy a estudiar fuera. Este país es demasiado pequeño para comprender.
Así dice.
Y lloras una tarde entera encerrada en tu cuarto porque de pronto no comprendes tu vida ni las cosas que suceden, y peor las que dejan de suceder.
De vez en cuando, su nombre en la computadora, titilando en un mensaje. Cruzamos unas pocas palabras, unas cortas frases. Le cuento que tengo novio. Me dice que qué bueno, que también ella anda con alguien, allá, lejos.
Entonces me vienen unos ligeros celos, algo así como una comezón en la garganta. Pero no importa. El nombre de mi novio también se prende en la computadora y al saludarlo pienso que la vida tiene que seguir, que tal vez este país sí es demasiado pequeño como para comprender.
Como para comprender, sobre todo, que en verdad ella era como una flor.
Y yo también.

martes, 6 de julio de 2010

sombras ajenas



Martine abre los ojos. De alguna parte le llega música. Coros. Cantatas de Bach. Una música antigua, inverosímil para este paisito del tercer mundo en donde ahora mismo no comprende bien por qué ha venido a dar. No recuerda lo que pasó ayer, y siente en el torso y las articulaciones el peso de una resaca que no identifica bien a qué corresponde. ¿Ha bebido? ¿Qué ha pasado?
Sabe que tiene que huir antes de que sea tarde. Antes de que el sol se transforme en lluvia, la lluvia en diluvio, y el diluvio en fin del mundo. Hizo mal en venir a esta casa ajena y vacía, de la mano de Philippe, ese muchacho con el que alguna vez se prometió un amor que ni siquiera en aquel momento sabía si era eterno, peor ahora. ¿Dónde está él? Siente, en el fondo, que no importa. Se incorpora, despacio. La música ha cambiado. Ahora es un oboe, algo así, rasgando suavemente el aire con su sonido tranquilizador. L’Offrande Musicale, piensa Martine, quizás algo de sus años de colegio o quién sabe de cuándo. Se mira: lleva su vestido de florcitas azules, el mismo que usaba el día en que con Philippe le propusieron a la dueña de la casa quedarse un tiempo, más allá de que ella les dijera que no era aconsejable, que no era conveniente, que la casa se caía a pedazos, que guardaba demasiado pasado acumulado. Entonces se habían mirado y habían sonreído apenas con los ojos y un leve movimiento de las comisuras de los labios, poniéndose de acuerdo, como en aquel momento parecía que siempre iba a ser.
También recuerda el té que se tomaron en la casa que ocupaba la señora, una edificación más sólida y moderna en la parte superior del terreno en pendiente, y su cada vez menor resistencia a cederles la construcción más vieja y destartalada.
¿Cuándo sucedió aquello? Martine se siente aturdida. Le parece haber vivido siglos desde ese tiempo, y sin embargo, no llega a ser una semana. Una semana en la que fue advirtiendo en los ojos pequeños y claros de Philippe que la vida juntos no era lo que ella pensaba, y que el pasado de la casa se filtraba por las células de él más que por las de ella para irlo convirtiendo en alguien pusilánime, incapaz de decidir, sin fuerzas siquiera para cambiar de sitio un mueble. Martine se sienta en el colchón que ha hecho de cama durante estos días. Nota, con un ligero sentimiento de horror, que no hay sábanas, que nunca las hubo, mira las líneas verticales, azules y blancas del colchón cerca de su vestido también azul y blanco pero con florcitas minúsculas, ligeras sugerencias de violetas.
Demasiado pasado acumulado, dijo la señora al atenderlos.
¿Dónde está Philippe?
La música sube por las paredes, como en una especie de afán por ir carcomiendo la madera apolillada de las vigas. Raro, una casa de madera en estos lugares en donde prima el hormigón, el adobe, el cemento. Recuerda las pocas noches que ha dormido con Philippe sobre ese colchón astroso, tapándose apenas con una cobija áspera, esperando qué. Esperando qué. El amor no basta dijo alguien alguna vez. No basta. Pero ¿qué era el amor? ¿Acaso ese apresurado matrimonio en algún lugar de Francia? ¿El viaje aventurado a algún sitio lejano y exótico para tener nuevas experiencias? ¿El sexo a toda velocidad en cualquier parte, mordiéndose los labios, de pie contra la pared de un baño de un hotel, de un centro comercial, de un restaurante, o sobre este colchón cuyo relleno de ceibo se amontona como tumores en los sitios más incómodos? ¿Los je t’aime, je t’aime trop dichos primero con pasión, con verdad, y luego cada vez más rutinarios y espaciados porque entre ambos no mismo nada? La decepción de Martine una vez que alquilaron la casa e hicieron planes para sembrar flores en el jardín, para fabricar mermeladas, para irse de mochileros a la selva o a Machu Picchu o por toda Sudamérica. La broma de que si lograban remodelar aquella edificación se quedarían con ella.
Demasiado pasado acumulado, había dicho la dueña. Si estaban dispuestos a soportarlo… ¿Puede el pasado ajeno envenenar la vida de alguien que ni siquiera lo conoce? Philippe no aparece por ningún lado, y eso, curiosamente, provoca una honda sensación de alivio en Martine, que ya se ha levantado del colchón y comienza a caminar despacio por las habitaciones abandonadas, sin cortinas, con el papel de la pared descascarándose y descolgándose de a poco en largas tiras hacia el suelo, también un papel de florcitas azules, solo que distribuidas en los típicos adornos tipo rococó de hace mucho tiempo atrás. Demasiado pasado acumulado.
-Philippe?
-Où es-tu, Philippe?
Cuesta tanto poner al final ese mon amour, muletilla que antes fluía en todos los encuentros, después de cada beso, como colofón de todos los orgasmos, y como susurros finales antes de quedarse dormidos. Pero ahora las palabras se vuelven rasposas sobre la lengua y las habitaciones vacías no son más que un reflejo de lo que habita en el corazón.
El ruido de una puerta que se abre y se cierra en el piso de abajo resuena en las sienes de Martine como un pistoletazo. De repente se da cuenta de que, si algo no quiere en este momento, es encontrarse con Philippe. Ni con nadie, pero con él menos que con nadie. Siente pánico. Demasiado pasado acumulado. Corre desenfrenada en dirección opuesta a las escaleras que unen los dos pisos, haciendo resonar con sus pies descalzos los tablones desiguales y descuidados. Sabe que tiene que huir. Que no se puede quedar un minuto más; pero tampoco puede salir por la puerta, no puede encontrarse con Philippe, no puede darle una oportunidad a nada. A nadie. Ni siquiera a ella misma. Entonces encuentra una ventana abierta sobre una especie de porche posterior en donde se acumulan muebles viejos. Sin pensar, se arroja hacia abajo, y va cayendo de a poco entre herrajes, viejos pupitres de niños desconocidos, tapices rotos y maderas desvencijadas que le astillan la piel y le desgarran el vestido. Luego, solo corre, descalza sobre el camino de grava y sobre la hierba, corre hacia la casa de arriba, a buscar refugio en la impenetrable y doliente sabiduría de aquella anciana que no había querido alquilarles la casa tan solo porque guardaba demasiado pasado acumulado.

el último día que llovió


Algunas personas todavía lo recuerdan. Entonces aún era el tiempo de la esperanza, o eso se creía, aunque cada vez las nubes se veían más ralas y esporádicas en un cielo amarillento y desvaído. Algunos animales, los más viejos, ya habían comenzado a resignarse a su suerte, y se iban tumbando bajo los cactus y los árboles calcinados que aún se sostenían sobre el suelo resquebrajado.
En aquel entonces, tampoco se recordaba la última vez que había llovido. Lo que sí sabían era que el tiempo se medía en meses, por lo menos. Algunos niños pequeños no entendían las palabras relacionadas con lluvia: tal vez nube sí, porque de vez en cuando una especie de resto de algodón deshilachado transitaba por el cielo; pero nada de nubarrón, ni de llovizna, peor de chubasco o aguacero. Esas eran cosas que pertenecían al pasado, a un remoto tiempo en donde ocurrían hechos más allá de lo normal, como la aparición de duendes que ayudaban a encontrar objetos perdidos, o de hadas que cumplían deseos, cualquier clase de deseo, menos que lloviera.
Se sabía que en otras partes la falta de lluvia había hecho que la gente se volviera agresiva. Eso contaban los viajeros: había quien mataba por un poco de agua encontrada en el fondo de un pozo, quien chantajeaba con goteros a madres desesperadas, y aun quien vendía su llanto o su sudor.
Sin embargo, entre nosotros la falta de agua ha degenerado en apatía: esto de acomodarse a la sombra de los cactus gigantes que comenzaron a proliferar aquí y allá, chupando con sus raíces el agua subterránea. Pero ojo, estaba más que prohibido atacar los cactus para obtener el líquido de sus ramas, eso solo se podía hacer en caso de extrema emergencia, si se quería conservar la vida, aunque había quien, en su desesperación, había llegado a morir acribillado por acercarse provisto de una hoz a un cactus en la oscuridad de la noche. E incluso las autoridades más severas llegaron a rodear los cactus con cercas electrificadas que solo se podían desactivar por los servicios de primeros auxilios urgentes y por nadie más.
La gente más anciana relataba historias de cuando en tu propia casa girabas una llave y caía agua de un tubo. De cómo las ciudades se adornaban con grandes fuentes en donde el agua fluía incesantemente solo para el deleite de los transeúntes. Hablaban de cómo el agua de los ríos y cascadas producía energía eléctrica y movía molinos y otro tipo de maquinarias. Ahora sabemos que esas cosas aún ocurren, pero demasiado lejos de aquí como para que se puedan ver. Son unos pocos los que gozan de esos privilegios y sus mansiones se encuentran fuertemente vigiladas por guardianes armados hasta los dientes y perros asesinos que huelen la sedienta presencia a kilómetros de distancia.
Pero algunas personas todavía recuerdan con nostalgia el último día de lluvia que se ha conocido: nadie puede explicar bien cómo en medio de la desolación de la sequía, entre esqueletos de animales, plantas raquíticas y niños polvorientos que poco a poco iban decayendo a causa de la sed, las hilachas que eventualmente paseaban por el cielo comenzaron a amontonarse. Los más viejos no quisieron tentar ningún tipo de esperanza y repitieron que, como ya había ocurrido muchas otras veces, era solo un engaño de la naturaleza, el agua residual que después se dispersaba en el aire y venía en forma de rocío a la madrugada. Y les creímos. Es mejor no tener ilusiones. Después de todo, fuimos aprendiendo ya a vivir así: a recoger las gotas acumuladas en el cáliz de una flor de cactus y cuidarlas como un tesoro. No importa que tengamos la lengua cubierta de tierra, la piel costrosa y descamada, el cabello grasiento y reseco a un tiempo: el agua es un bien precioso, se guarda solo para tomar un sorbito leve cuando la sed atenaza, para dárselo a los niños o a los más viejos si es del caso. Las gotas que produce el cuerpo, como sudor, lágrimas e incluso orina también se han convertido en bienes de valor incalculable y mucha gente recoge, sobre todo sus lágrimas, aún en medio de la perturbación del llanto, para conservarlas y utilizarlas en caso de emergencia. Pero de un tiempo a esta parte vamos descubriendo que al llorar nos salen menos lágrimas y nos preguntamos si algún rato ellas también se acabarán.
El último día que llovió dicen que todavía quedaba por ahí alguno que otro perro de esos que lustros antes se llamaban falderos y que quién sabe cuándo se les podía bañar cada quince días, pero en aquel entonces ya se veían desharrapados y cubiertos de sarnas y costras que se rascaban en medio de las calles polvorientas de lo que antes fuera una bella ciudad con canales y fuentes. Cuentan que las nubes se fueron amontonando, parsimoniosamente, durante ocho, diez días, hasta que el sol quedó totalmente cubierto. Dicen que una luz alargada las rasgó como una rajadura incandescente, que en seguida se escuchó el retumbar del cielo, y otra vez, y otra, y otra más, y que nadie pudo creer cuando las primeras gotas empezaron a cubrir el suelo de circulitos oscuros. Dicen que los ancianos lloraron de alivio y de nostalgia. Las madres y la gente práctica sacaron recipientes para recoger la mayor cantidad posible de agua, y dicen que los niños más pequeños al principio tuvieron miedo, pero los más grandecitos y los adolescentes salieron a recoger la lluvia en las manos y a danzar, abrazarse y besarse en medio del agua que venía del cielo durante el medio día que duró el aguacero y después hasta los bebés se quedaron chapoteando en los charcos fangosos mientras se pudo. En ese breve tiempo, dicen, todos fueron muy felices.
Pero se terminó. Aunque mucha gente aún lo relata, nadie puede dar una fecha, un día de la semana, una hora exacta. Algunos ni siquiera saben si fue de día o de noche, y se mezclan las anécdotas sobre la luz de las estrellas apareciendo poco a poco en medio de las nubes que se iban desgastando con el paso de la lluvia con las anécdotas de cómo finalmente regresaron la luz y el calor y el eterno verano infernal sin solución hasta el día de hoy.
Dicen que en otras partes, allá, lejos, los científicos ya están buscando maneras de hacer llover de nuevo; pero dicen también que venden caro sus secretos, como lo hicieron desde siempre con sus medicinas y sus descubrimientos de toda clase.
Hoy por hoy, desde aquí no se ve más que el cielo amarillento, con un gigantesco sol inmisericorde que se enciende desde muy temprano y ya no se va nunca. Aunque dicen también que así fue hace mucho tiempo atrás, tan solo unas pocas semanas, unos pocos días, quizá dos o tres horas antes de la última vez que llovió.