cuentos de lucrecia maldonado, la mayoría inéditos en libro... por el momento.
Y algunos relatos de otros autores...

martes, 6 de julio de 2010

sombras ajenas



Martine abre los ojos. De alguna parte le llega música. Coros. Cantatas de Bach. Una música antigua, inverosímil para este paisito del tercer mundo en donde ahora mismo no comprende bien por qué ha venido a dar. No recuerda lo que pasó ayer, y siente en el torso y las articulaciones el peso de una resaca que no identifica bien a qué corresponde. ¿Ha bebido? ¿Qué ha pasado?
Sabe que tiene que huir antes de que sea tarde. Antes de que el sol se transforme en lluvia, la lluvia en diluvio, y el diluvio en fin del mundo. Hizo mal en venir a esta casa ajena y vacía, de la mano de Philippe, ese muchacho con el que alguna vez se prometió un amor que ni siquiera en aquel momento sabía si era eterno, peor ahora. ¿Dónde está él? Siente, en el fondo, que no importa. Se incorpora, despacio. La música ha cambiado. Ahora es un oboe, algo así, rasgando suavemente el aire con su sonido tranquilizador. L’Offrande Musicale, piensa Martine, quizás algo de sus años de colegio o quién sabe de cuándo. Se mira: lleva su vestido de florcitas azules, el mismo que usaba el día en que con Philippe le propusieron a la dueña de la casa quedarse un tiempo, más allá de que ella les dijera que no era aconsejable, que no era conveniente, que la casa se caía a pedazos, que guardaba demasiado pasado acumulado. Entonces se habían mirado y habían sonreído apenas con los ojos y un leve movimiento de las comisuras de los labios, poniéndose de acuerdo, como en aquel momento parecía que siempre iba a ser.
También recuerda el té que se tomaron en la casa que ocupaba la señora, una edificación más sólida y moderna en la parte superior del terreno en pendiente, y su cada vez menor resistencia a cederles la construcción más vieja y destartalada.
¿Cuándo sucedió aquello? Martine se siente aturdida. Le parece haber vivido siglos desde ese tiempo, y sin embargo, no llega a ser una semana. Una semana en la que fue advirtiendo en los ojos pequeños y claros de Philippe que la vida juntos no era lo que ella pensaba, y que el pasado de la casa se filtraba por las células de él más que por las de ella para irlo convirtiendo en alguien pusilánime, incapaz de decidir, sin fuerzas siquiera para cambiar de sitio un mueble. Martine se sienta en el colchón que ha hecho de cama durante estos días. Nota, con un ligero sentimiento de horror, que no hay sábanas, que nunca las hubo, mira las líneas verticales, azules y blancas del colchón cerca de su vestido también azul y blanco pero con florcitas minúsculas, ligeras sugerencias de violetas.
Demasiado pasado acumulado, dijo la señora al atenderlos.
¿Dónde está Philippe?
La música sube por las paredes, como en una especie de afán por ir carcomiendo la madera apolillada de las vigas. Raro, una casa de madera en estos lugares en donde prima el hormigón, el adobe, el cemento. Recuerda las pocas noches que ha dormido con Philippe sobre ese colchón astroso, tapándose apenas con una cobija áspera, esperando qué. Esperando qué. El amor no basta dijo alguien alguna vez. No basta. Pero ¿qué era el amor? ¿Acaso ese apresurado matrimonio en algún lugar de Francia? ¿El viaje aventurado a algún sitio lejano y exótico para tener nuevas experiencias? ¿El sexo a toda velocidad en cualquier parte, mordiéndose los labios, de pie contra la pared de un baño de un hotel, de un centro comercial, de un restaurante, o sobre este colchón cuyo relleno de ceibo se amontona como tumores en los sitios más incómodos? ¿Los je t’aime, je t’aime trop dichos primero con pasión, con verdad, y luego cada vez más rutinarios y espaciados porque entre ambos no mismo nada? La decepción de Martine una vez que alquilaron la casa e hicieron planes para sembrar flores en el jardín, para fabricar mermeladas, para irse de mochileros a la selva o a Machu Picchu o por toda Sudamérica. La broma de que si lograban remodelar aquella edificación se quedarían con ella.
Demasiado pasado acumulado, había dicho la dueña. Si estaban dispuestos a soportarlo… ¿Puede el pasado ajeno envenenar la vida de alguien que ni siquiera lo conoce? Philippe no aparece por ningún lado, y eso, curiosamente, provoca una honda sensación de alivio en Martine, que ya se ha levantado del colchón y comienza a caminar despacio por las habitaciones abandonadas, sin cortinas, con el papel de la pared descascarándose y descolgándose de a poco en largas tiras hacia el suelo, también un papel de florcitas azules, solo que distribuidas en los típicos adornos tipo rococó de hace mucho tiempo atrás. Demasiado pasado acumulado.
-Philippe?
-Où es-tu, Philippe?
Cuesta tanto poner al final ese mon amour, muletilla que antes fluía en todos los encuentros, después de cada beso, como colofón de todos los orgasmos, y como susurros finales antes de quedarse dormidos. Pero ahora las palabras se vuelven rasposas sobre la lengua y las habitaciones vacías no son más que un reflejo de lo que habita en el corazón.
El ruido de una puerta que se abre y se cierra en el piso de abajo resuena en las sienes de Martine como un pistoletazo. De repente se da cuenta de que, si algo no quiere en este momento, es encontrarse con Philippe. Ni con nadie, pero con él menos que con nadie. Siente pánico. Demasiado pasado acumulado. Corre desenfrenada en dirección opuesta a las escaleras que unen los dos pisos, haciendo resonar con sus pies descalzos los tablones desiguales y descuidados. Sabe que tiene que huir. Que no se puede quedar un minuto más; pero tampoco puede salir por la puerta, no puede encontrarse con Philippe, no puede darle una oportunidad a nada. A nadie. Ni siquiera a ella misma. Entonces encuentra una ventana abierta sobre una especie de porche posterior en donde se acumulan muebles viejos. Sin pensar, se arroja hacia abajo, y va cayendo de a poco entre herrajes, viejos pupitres de niños desconocidos, tapices rotos y maderas desvencijadas que le astillan la piel y le desgarran el vestido. Luego, solo corre, descalza sobre el camino de grava y sobre la hierba, corre hacia la casa de arriba, a buscar refugio en la impenetrable y doliente sabiduría de aquella anciana que no había querido alquilarles la casa tan solo porque guardaba demasiado pasado acumulado.

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