para Isabel Arteta
Perdona que
te haya molestado con tanta urgencia. Pero, ¿sabes?, el tiempo se acaba. Y no
es necesario que me digas lo que me dice todo el mundo: actitud positiva, esta
enfermedad depende en mucho de la cara que una le pone; hay gente que ha
parecido estar en las últimas y sin embargo se ha curado de un rato a otro.
Aquí entre nos, Victoria, te diré que no conozco ningún caso. Parecen reponerse
un día, y un mes después estamos comentando en el velorio: "... pero qué
raro, si hace tan solo un mes decían que había remitido totalmente..." ¿O
no es así? Por eso tengo que aprovechar ahora que todavía me queda un poco de
fuerzas para pedirte el favor del que me andas sacando el cuerpo desde hace un
par de años, cuando se me descubrió el bicho dentro del cuerpo y te lo quise
pedir a tiempo, pero tú no te dejaste acorralar.
Poco antes de
que me encontrara el tumor durante una ducha cotidiana había visto algo que me
tenía furiosa. No alcancé a decirles nada a ti ni a él, porque mientras pensaba
cómo abordarlos me vino este problema y ya pues, tuvimos todos que dedicarnos a
otra cosa. Pero me acuerdo perfectamente de la escena, y es eso lo que me impulsa
a acudir a ti para que me ayudes con esta situación. Era en la fiesta de
cumpleaños de la Rosita Puente. Y también recuerdo que fue la última fiesta en
la que todas estábamos felices, compartiendo con nuestros maridos, las casadas,
y con la tranquilidad que aterriza en la soltería después de los cincuenta, las
no casadas, entre ellas tú. Yo iba a la cocina por un poco de hielo para mi
whisky, y cuando empujé la puerta sin hacer mucho ruido un hielo diferente al
que había ido a buscar se me clavó de golpe en el centro del pecho: arrimados
al mostrador estaban tú y Rodrigo, mi marido, ¿te acuerdas? Tú, con el final de
tu espalda contra el borde del mesón de aquella cocina tan pulcra y elegante,
con tu copa de Alexander encima de uno de esos espectaculares escotes que
después se convirtieron casi en una burla ante mi situación. Sonreías
discretamente, sin dar la cara. Y él, apoyando un brazo en los gabinetes
superiores, tan cerca de ti, con sus ojos clavados en el escote, decía alguna
cosa que ahora mismo se me escapa. Me olvidé del hielo para mi whisky. Enemiga
como soy de cualquier tipo de escándalo, salí sin hacer ruido tal como había
entrado, y me senté a conversar con la Rosita, intentando espantar de mi
cerebro cualquier idea que tuviera que ver con cualquier cosa.
Eso fue
exactamente una semana antes de que me descubriera la protuberancia debajo de
la axila derecha mientras me daba la ducha diaria de otro sábado
cualquiera.
Recuerdo que
te había odiado durante toda aquella semana. No hice nada porque no sabía qué
hacer. No eras solamente 'una de mis mejores amigas', sino la mejor. Justo el
día anterior al macabro descubrimiento Rodrigo me había preguntado si me pasaba
algo, por qué estaba tan rara. Yo solo le había dicho que era cansancio. Él, la
verdad, no había cambiado casi en nada conmigo. Si no los hubiera encontrado en
aquella actitud en la cocina no habría notado ninguna cosa fuera de lo común.
Pero cuando una ve algo así comienza a sospechar y no hay quien le detenga. En
fin, qué te diré, en realidad estaba hablando de otra cosa y me distraje por
eso de los antecedentes y las evocaciones.
También
recuerdo como si hubiera sido ayer nuestra salida del consultorio del
ginecólogo, al que me había acompañado solidariamente para recibir los
dictámenes finales después de todos los análisis y biopsias habidos y por haber.
Bajamos hacia el estacionamiento y entramos en el auto como un par de zombies, sin decir ni mu. En mi mente resonaban
algunas palabras claves de las sentencias del médico: mastectomía,
quimioterapia, cirugía reconstructiva... En la suya, no sé. Eran como las siete
de la noche y nos quedamos un rato sentados en el auto sin saber qué hacer. O
sea, era obvio que él tenía que encender el motor y mover el auto, pero no lo
hizo. Creo que ni siquiera puso las llaves en el encendedor. El aturdimiento cedió
de golpe el paso al primer latigazo de la angustia cuando lo escuché preguntar,
con una voz que parecía venir de ultratumba:
-¿Cómo les
vamos a decir a las hijas?
Entonces no
pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas y tomé un pañuelo
desechable del dispensador del mostrador del auto. Me apreté la nariz, lo
recuerdo. Él me pasó un brazo por los hombros, me atrajo suavemente y al
abrazarnos estallamos sin mayor trámite en un llanto apoteósico.
Tú sabes que
hasta ese momento toda nuestra vida iba sobre ruedas. No habíamos tenido penas
mayores: tal vez las muertes de nuestros padres, algo inevitable y que se
llama, en buen cristiano, la ley de la vida. Sabes también que no somos ni
hemos sido jamás de esa gente melodramática y escandalosa que anda suelta por
ahí sollozando al menor conato de cualquier cosa. Y si bien es cierto que
alguna vez se me salió alguna lágrima con alguna película no se puede decir que
yo haya entrado jamás en esa categoría de lo que llaman una mujer de llanto
fácil. Peor él, que pertenece a la generación de ‘los hombres no lloran’, tanto
que ni siquiera lo hizo en el funeral de su padre. Por eso me resultó tan
perturbador el ruido de sus sollozos mezclándose con los míos, que también se
me hacían desconocidos, como si pertenecieran a otra persona. Mientras todo el
cuerpo se me sacudía descontroladamente y mis ojos y mi nariz parecían tres
cataratas de Iguazú puestas de acuerdo, algo en mi mente intentaba venderme
ideas consoladoras: estamos en el siglo XXI, el pronóstico no es tan malo, lo
dijo el médico, los tratamientos son dolorosos y caros, sí, los estragos son
terribles, pero esto pasará, esto también pasará, ya verás, en un año nos
reiremos recordando este instante de desolación. Pero por más que hacía no
conseguía serenarme. Y él tampoco, porque además el instante de desolación ya
iba durando como cuarto de hora y no se veían señales de que se fuera a
terminar, por lo menos no en seguida.
Cuando creo
que ya no nos quedaba un resto de lágrima más dentro del cuerpo, nos separamos
del abrazo sin hablar. Yo tenía la nariz tapada y la hinchazón de los párpados
me hacía casi imposible abrir bien los ojos, que no solo ardían, sino dolían.
Rodrigo se sonó como durante diez minutos seguidos y luego me preguntó, con una
voz tan griposa como si no se hubiera sonado nunca:
-¿No quisieras
ir a comer algo antes de regresar a la casa?
Era una
pregunta estúpida. ¿Con qué hambre? ¿Y entrar en un restaurante con esas caras
de víctimas de un ataque alienígena con gas lacrimógeno? Ni siquiera contesté.
Él, más compuesto, dijo lo que mi cabeza había estado farfullando todo el
tiempo:
-Estamos en
el siglo XXI, Amparo. El doctor dijo que el pronóstico no es tan malo. Es
cierto que los tratamientos son duros y que hay estragos importantes, pero esto
pasará, esto también pasará.
-¿Y entonces
por qué lloraste así?
Me miró con
sus ojos tan maltrechos como los míos, ensayó una tímida sonrisa y contestó:
-No es una
noticia precisamente agradable, ¿no? La impresión, no sé. El verte mal a ti…
Pero ya vas a ver cómo en un año o menos nos vamos a reír recordando este
momento.
Y en un año
nos reímos, claro. Me acuerdo que celebramos con champán en un restaurante
carísimo, de esos a los que vas una vez cada nunca porque es un lujo que casi
nadie se puede permitir. A mí todavía no me crecía el cabello de una forma
presentable, así que fui con un turbante blanco que tenía dos rosas en el lado
derecho porque nunca me gustaron las pelucas, la verdad. Y estaba lista para la
cirugía reconstructiva en la que me devolverían mis formas femeninas, aunque no
sabía si iba a poder volver a ponerme unos escotes como los tuyos. Fue entonces
cuando pensé en ti por primera vez en mucho tiempo, Victoria. Bueno,
sinceramente, había pensado eventualmente en ti alguna que otra vez, pero
durante aquel primer ataque de la enfermedad Rodrigo fue tan cariñoso, tan
considerado y dulce, tan solícito que habría resultado un insulto pensar que
estaba tramando algo con mi mejor amiga. Y de ti tampoco me puedo quejar:
venías a visitarme todas las semanas, invitabas a mis hijas a tu casa, al cine,
a conocer los museos del Centro Histórico, tú, famosa historiadora del arte,
haciendo sus delicias con el anecdotario de los próceres y los chismes no
comprobados sobre los principales imagineros y pintores de la Escuela Quiteña
para que olviden el cáncer de su mamá. Yo sé que todo lo hacías sinceramente,
desde tu inmejorable corazón de amiga, y también sé, no te me hagas la ingenua,
que en todo eso había una importante dosis de remordimiento. Porque sabías,
¿no? Lo sabías. Aquel encuentro en la cocina de la Rosita Puente no había sido
el único momento de una suerte de intimidad con mi marido. Si bien nunca
llegaron a mayores, era obvio que se atraían, y solo tu lealtad y su acendrado
catolicismo les impidieron irse a las manos en el buen sentido de la expresión,
¿no es cierto? No quieras disimular porque yo seré cualquier cosa, menos tonta.
Pero no te
preocupes, porque no te voy a reprochar ni a reclamar nada. Para Rodrigo
siempre fuiste especial, lo sabemos ambas. Recuerdo, por ejemplo, el día en que
nos enteramos de tu divorcio. A pesar de ser tan católico, dijo que se alegraba
de que hubieras tomado una decisión que, según todos, debías haber tomado por
lo menos un par de años atrás. Lo dijo al azar, como un comentario normal y
corriente sobre la vida de una querida amiga, y así lo entendí en aquel
momento. Después de todo, te habíamos visto sufrir tanto con las traiciones y
otras agresiones de aquel, tu primer marido, cuyo nombre ahora mismo se me
escapa porque después de todo ya no es importante.
Otras cosas
son las que importan, ¿no es cierto? Por ejemplo, esas pequeñas manías que la
gente va adquiriendo con la edad y que pueden dificultar la adaptación de una
nueva pareja: los ronquidos, los temas con la ropa y la comida, los miedos
inconfesables, las pequeñas neurosis que se disfrazan de mutismo y desazón.
Desde ahora te digo que no te preocupes: no ronca. Pero cuando está preocupado
(y últimamente lo ha estado mucho) sufre de espasmos mientras duerme: da un sacudón violento y luego murmura tres o
cuatro palabras que aparentemente no tienen nada qué ver entre sí mientras se
reacomoda abrazando la almohada. Cosas que se aprenden. Otra: nunca, pero
nunca, trates de interponerte entre él y la devoción que siente por sus hijas.
Como te conté, en lo primero que pensó después del diagnóstico fatal fue en
cómo se lo diríamos a las chicas. Ya hablaré con ellas para que te dejen
tranquila. Te quieren, sabes, ¿no? Te están agradecidas por lo bien que te has
portado durante este tiempo. Y están sufriendo tanto. Pero no tienes que ver
por ellas. El tiempo va a sanar esa herida tan natural que es la orfandad, tú y
yo lo sabemos bien, por dramáticas que resulten en su momento las escenas de
funeral.
Pero con
Rodrigo las cosas van a ser diferentes, lo sé. Después de todo son veinticinco
años de vivir juntos sin habernos separado para nada, ni siquiera para algún
eventual viaje de trabajo, porque el lema fue como la promesa matrimonial de
los romanos: “Donde estés tú, Cayo, estaré yo, Caya”. Aunque en aquella escena
de la cocina por un instante de descuido yo haya salido sobrando. Pero no
importa. No creas que no me había fijado en ustedes cuando conversaban de los
gustos que comparten: la música de Bach, sus conocimientos de arquitecto
enlazándose con los tuyos de historiadora del arte, el jazz, la pintura... Y no
es que a mí esas cosas no me gusten, pero yo ando por otros lados. Desde que
los sorprendí en la cocina me vinieron a la mente durante toda la semana, hasta
encontrarme el tumor, las tantísimas veces que conversaban en las reuniones de
amigos incluso aquí mismo, en nuestra casa. El brillo de sus ojos, el embeleso
de los tuyos, la sonrisa de ambos, las carcajadas que de repente estallaban
entre los dos.
Nadie me dijo
nunca nada. Nadie me vino con ningún chisme. Y a veces pienso que ni siquiera
ustedes dos se dieron cuenta. Me quieren tanto y son tan íntegros que lo otro
resultaba impensable. Lo comprendo. Y lo agradezco. Pero ahora toda esa
cercanía servirá de algo, porque Rodrigo también se va destrozando de pena. No
habla. No ha vuelto a llorar, al menos delante de mí, aunque hay noches en las
que, cuando piensa que ya estoy dormida, se levanta, sale del cuarto y regresa
como una hora después intercalando discretos ruditos de nariz y suspiros
apagados que lo venden solo. Pero se va consumiendo en su angustia sin decirle
nada a nadie. ¿Te das cuenta de cómo ha adelgazado? Y tiene el pelo
completamente blanco, cosa del último año, o tal vez de los últimos meses o
semanas, cuando los médicos dijeron que había metástasis en los pulmones y en
el hígado y que muy poco nos quedaba por hacer. O sea, muy poco les quedaba por
hacer a ellos, porque yo en cambio tenía que irme ocupando de todo lo que
implica ir dejando arreglada la vida de quienes amas para que no vayan a sufrir
más de lo que ya están sufriendo. Y rápido.
Mira, sobre
comida y detalles de otro tipo, Rosaura ya sabe todo. No te vayas a deshacer de
ella, es la ayudante más fiel, la nana de mis hijas que se ha dejado la piel en
esta casa y creo que le caes bastante bien. Como toda persona mayor, tiene sus
olvidos y sus manías, pero igual te va a ayudar en todo. Y más allá de que a
Rodrigo le guste o no el locro con espinaca o acelga o de que los puños de las
camisas tengan que estar impecables, lo que te quiero pedir es que no dejes de
hablar con él sobre las cosas que les gustan a ustedes dos: eso que hace que
tus ojos se pongan embelesados y que los suyos brillen de entusiasmo. Vayan a
los museos con las chicas. Sigan reuniéndose con los amigos. Y si algún idiota
de esos que nunca faltan insinúa alguna cosa de mal gusto, cállenle la boca
diciendo que yo misma me encargué de que estuvieran juntos, que no se pongan
pesados. Porque tú y yo sabemos, amiga querida, que es de buen tono saber
cuándo nos toca hacer una retirada honrosa y dejar libre un sitio en el que
fuimos infinitamente felices durante mucho tiempo, pero que tal vez ya nos toca
entregar para que alguien a quien queremos mucho lo pueda ocupar sin sentir que
lo usurpa o que lo roba.
Y por favor
ya deja de llorar, que se te está estropeando el maquillaje. ¿Te cuento algo?
Una vez, hace años, Rodrigo me preguntó que por qué no me arreglaba los ojos
igual que tú, que te lucía precioso.
.... conmovida
ResponderEliminarQué difícil situación. Excelente narración me atrapo desde los 2 primeros renglones.
ResponderEliminarqué facilidad tiene para narrar, es maravillosa
ResponderEliminarUna vez más quedé sacudida por "mi Lucre".
ResponderEliminarIncreíble este texto, tan fuerte y tan humano
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