Ahora ya soy grande. Más grande, quiero decir. Tengo novio. Y lo quiero mucho. Pero a veces han ocurrido cosas que no resulta tan sencillo dejar atrás. En realidad no es fácil hablar de lo que ya pasó. El caso es que una es pequeña todavía y algo sucede. Algo que pensamos que es mejor no decir, no contar. Olvidar, en últimas.
Ella era dos o tres años mayor que yo. Y bailaba. Y nos enseñaba a bailar para la comedia musical de fin de curso. Tenía los ojos almendrados, verdes, brillantes. Tenía la piel como de seda. A veces se movía como un hada, a veces como un huracán. Y yo de grande (porque era más chiquita) quería ser como ella. Tal vez por eso hacía lo que más podía para imitar sus movimientos, sus gestos, sus guiños y su sonrisa. Porque su sonrisa era hermosa, y no solo por los dientes perfectos en su alineación y color, sino por la frescura del gesto, por la calidez de la expresión. Por cómo era ella, así, como una flor.
¿Qué flor?
No sé.
Una cucarda no necesariamente rosada.
Un cartucho.
Un anturio.
En fin, no importa.
Nos hicimos amigas pronto. No sé si a todo el mundo le pasa, pero hay gente con la que enganchas en seguida, ¿no? Es como si hubiera una corriente magnética, se podría decir. Algo eléctrico. Entran en un cuarto lleno de gente y sabes que con esa persona algo pasará, más tarde o más temprano. Después de demostrar el baile, me llamó a mí al centro de la pista para que lo repitiera con ella. Me dio la mano porque de repente yo no atinaba qué hacer.
Tenía catorce años.
Y sentí que entre su mano y la mía cruzaba esa corriente eléctrica.
Y sus ojos y su sonrisa me dijeron que ella también lo sintió.
Bailé. Bailamos. Luego nos tomamos todos un helado porque el ensayo había ido muy bien. Ella vino a conversar un poco conmigo sobre por qué hacía esto. Cosas que siempre se conversan con amigas que acabas de conocer. Nos dimos los correos electrónicos para chatear.
Me fui. Lo bueno de tener catorce años es que todavía no hay experiencias previas para comparar. Tal vez por eso no me asustó ni me sorprendió que la imagen de su rostro sonriente volviera una y otra vez a mi pensamiento. Era una amiga. Era, mejor dicho, la mejor bailarina de todo el colegio. Y le había gustado mi baile. Tanto, que me había dado la mano para sacarme al escenario a hacer la demostración del baile con ella. Me sentí orgullosa. Feliz.
Cuando en la casa conté cuatro y cinco veces lo que había pasado, mis papás fueron quienes se me quedaron mirando con extrañeza y comenzaron a hacer más preguntas sobre el personaje que sobre la situación. Y cuando por fin dije que me había encantado su arte, su baile, su gesto, y que era preciosa y se parecía a una flor, mi mami se quedó en seco recogiendo un plato de la mesa y levantó una ceja hasta más arriba de la mitad de la frente mientras su boca preguntaba:
-¿Como una flor? ¿Qué flor?
Ya dije: un cartucho, tal vez. Un anturio rojo y brillante. Algo así. La tensión no se fue de la cara de mi mami aunque trató de espantarla murmurando:
-La quisiera conocer.
Las mamás saben todo. Aunque no lo digan. Aunque no se den cuenta. Incluso cuando piensan que no saben. Y saben todo antes de que pase. Al menos la mía. Pero no dijo nada. Bajó la ceja y siguió con sus cosas.
Pero bueno, aunque mi mamá fuera a saber, una de las cosas que aprendí en este punto de mi vida es que una cosa es saber y otra enterarse. Por eso mejor dejé de hablar tanto de ella. Mejor dicho, de nosotras.
No sé si ya dije que era como una flor.
Seguro que lo dije.
Hermosa como el único pétalo de un anturio encendido resplandeciendo en el aire.
Hermosa para atraer a los quindes y a las abejas.
Con su sonrisa.
Y su mano extendida hacia la mía para que pasara a demostrar el baile a su lado.
Y su perfume “Anaïs-Anaïs” llenando el ambiente de un segundo al otro.
Y yo que de grande quería ser como ella.
Al salir del ensayo nos fuimos a tomar un helado y a conversar. Y no me importó mucho llegar un poco tarde a la casa. Ella me dijo:
-Yo te acompaño hasta el barrio, o si quieres hasta la puerta de tu casa.
-Puedes entrar un ratito si quieres –le contesté.
Ella solamente sonrió, como quien no quiere la cosa:
-Mejor no. Yo también tengo que hacer deberes hoy noche.
En realidad, si nos ponemos a ver, no hay mucho más qué decir. Las cosas pasan. Como dice Mafalda en uno de sus chistes: “Las cosas no van: vienen”. Y vienen. Y para qué hablar de lo que vino si ya no está. Si ya no estará más.
Ese apretón de manos un poco más demorado que los demás al regresar apresurada después de mi presentación, en medio de aplausos y bravos más de la familia que del público de verdad.
Ese ofrecimiento para ayudarme a cambiar rápido el atuendo para el segundo acto.
Ese suave roce de labios entre la espalda, el hombro y el cuello en el bullicio y la aglomeración del camerino.
Y las miradas encontrándose sin trabas en el aire.
Te quiero.
Yo también.
Y solamente comprenderlo en su magnitud después de habérnoslo dicho.
Te quiero.
Yo también.
Pero la obra seguía.
La vida seguía.
Y de repente en el colegio huir la una de la otra, bajar los ojos al encontrarnos en el patio o el corredor.
Solo que alguien en alguna parte acomoda las cosas, las organiza y las arregla para que pase lo que tiene que pasar, que le dicen.
Pensar en ella.
Dibujar su nombre en las esquinas de las hojas del cuaderno.
Y la flor. El anturio rojizo de la maceta haciéndome guiños cada vez que pasaba por delante de él.
Porque no sé cuántas veces dije ya que ella era como una flor.
Y cuando nos fuimos de gira con la obra a un intercolegial interprovincial o algo parecido terminamos en el mismo cuarto del hotel por azares de la vida o por presión de nuestro propio deseo.
Nadie debe saberlo, pero tan solo entonces pude sentir por primera vez la tersura de mi piel contra otra piel. Sus manos despaciosas acariciando mis caderas, nuestras piernas entrecruzándose en medio de la oscuridad. Y sus labios en mi boca.
Dormir abrazadas.
Eso.
La vida esconde sus secretos en baúles repletos de ropajes ajados. De repente comprendes que no eres la primera a la que esto le ocurrió, ni serás la última. Solo eres una más en el universo. Sin embargo, y ella misma te lo dice:
-Es mejor dejar de vernos. En verano me voy a estudiar fuera. Este país es demasiado pequeño para comprender.
Así dice.
Y lloras una tarde entera encerrada en tu cuarto porque de pronto no comprendes tu vida ni las cosas que suceden, y peor las que dejan de suceder.
De vez en cuando, su nombre en la computadora, titilando en un mensaje. Cruzamos unas pocas palabras, unas cortas frases. Le cuento que tengo novio. Me dice que qué bueno, que también ella anda con alguien, allá, lejos.
Entonces me vienen unos ligeros celos, algo así como una comezón en la garganta. Pero no importa. El nombre de mi novio también se prende en la computadora y al saludarlo pienso que la vida tiene que seguir, que tal vez este país sí es demasiado pequeño como para comprender.
Como para comprender, sobre todo, que en verdad ella era como una flor.
Y yo también.