para Lucy
que se acordó de mí
Cuando escuché que Lucero había ingresado en el hospital sentí un hueco en el estómago y frío en las rodillas. Alguna de esas veces que jugábamos en el parque me había contado que tenía asma. Y una de las cosas que dijeron cuando empezó todo era que la gente con asma, fuera de la edad que fuera, pertenecía al mismo grupo que mis abuelos, mi tío Ramiro y otros tantos, es decir, ‘población de riesgo’.
-Ahorita no se me nota –me explicó Lucero – pero cuando me viene el acceso, quitarán de ahí. Por suerte mis papás saben qué hacer.
Así era: descomplicada, alegre, sabia a pesar de sus diez años, mi edad. Como a mí, le gustaban los gatos, pero como no podía tener uno de carne y hueso, por lo del asma, tenía otras versiones. Los cojines de su cama eran una cara de gato y un almohadón de cuello en forma de gato arqueando el lomo, tenía una vitrina repleta de gatos de yeso, plástico, gatos de las Barbies, de porcelana, de madera. Gatos que le habían traído sus tías de los viajes, gatos de tela que su mamá le había cosido, gatos de papel-maché que ella misma había hecho en alguna clase de manualidades. Solo tenía un tigre de peluche al pie de la cama, un poco grande, porque (ella misma me lo explicó) el peluche también es peligroso en casos de asma. Pero le habían permitido ese tigre y ella era feliz teniéndolo como un adorno en uno de los sitios más visibles de su cuarto. Sin embargo, mi favorito era un gatito que casi no se veía, ahí, en una de las esquinas más humildes de la vitrina, uno de papel-maché sentado en una mecedora, que cuando saltábamos o corríamos cerca de él se balanceaba suavemente y por eso parecía tener vida.
Fue Félix, nuestro amigo de un grado mayor, con el que íbamos en el mismo bus, aunque yo me bajaba antes, quien me contó que en la casa de Lucero había habido un contagio que se había extendido a la familia. Y fue él quien, con sus ojos azules repletos de una tristeza que se desparramaba por toda la pantalla del zoom, me informó que ya todos lo estaban superando… menos Lucero. Me dijo que un día llegó una ambulancia y se la llevaron al hospital. Él lo sabía porque vivía en la casa de al lado, y lo había visto todo por la ventana: cómo la ambulancia se detuvo frente a la puerta y cómo después sacaron a Lucero en una camilla, recibiendo oxígeno de una mascarilla conectada a un tanque que llevaba un paramédico. Como aferrándose a una pobre y débil certeza, me dijo que la ambulancia se había ido a velocidad normal, sin sirena, y que luego su papá y su mamá también salieron detrás con mascarillas en un auto que no era el de ellos, sino tal vez el de un familiar, o un Uber, o quién sabe qué, eso no importaba.
Lo que importaba era que se llevaron a nuestra amiga al hospital.
Allá.
A donde solamente se llevaban a los viejitos diabéticos, obesos, cancerosos o hipertensos.
Se la estaban llevando en una ambulancia sin sirena y a velocidad normal, pero ambulancia al fin, y conectada a un tanque de oxígeno, a una niña de diez años que sufría de asma.
Durante muchos días soñé con Lucero. A veces, simplemente jugábamos, nos reíamos y mirábamos los gatos en la vitrina. Entonces despertaba pensando que las cosas iban a ir mejor, y que pronto nos volveríamos a encontrar para seguir siendo amigas. Pero a medida que pasaban los días, que Félix decía que no sabía nada, que nadie contestaba el teléfono y que una vez que se animó a salir a la calle completamente enmascarado y protegido para ir a tocar el timbre de la puerta de la casa de al lado, nadie atendió, los sueños ya no eran tan felices, solamente miraba la cara de Lucero, como detrás de un cristal empañado por la lluvia, sus ojos tristes, su quietud, sus trenzas rematadas por grandes lazos blancos…
El día en que levantó su mano como para saludar, desperté con un sobresalto. Estaba contenta, pensaba que se iba a reponer. Pero en cuanto me conecté a clases noté que la pequeñez del zoom no alcanzaba a disimular los ojos llorosos de la profe. Y después se conectó la directora de la escuela para confirmar lo que todos temíamos: “Lucero ya no estaba entre nosotros”.
Así lo dijo.
Dijo también lo típico de caso: era un angelito cuidándonos al lado del Padre. Ahora brillaba una estrella más en el cielo. Había dejado de sufrir. Cosas así.
No recuerdo mucho más de ese día. Solo que corrí a los brazos de mi mami y ahí me quedé, acurrucada, escuchando durante mucho tiempo cómo sus sollozos se mezclaban con los míos. No pudimos despedirla. En su casa no volvieron a contestar el teléfono… pero sí hicieron algo así como un funeral o una reunión, solo que, tal vez porque vivíamos lejos, por el miedo al contagio o quién sabe por qué, no me avisaron. Me enteré por otras personas, y ese insólito desprecio lastimó mi corazón de niña tan solo un poco menos que su ausencia definitiva.
Unos días después, me conecté con Félix por la computadora. Hablamos de cuánto la extrañábamos y lloramos juntos, todo lo juntos que se puede llorar a través de una computadora. Mientras nos secábamos los ojos, Félix levantó en el aire una figurita de papel-maché que era familiar para mí: un gatito en una mecedora.
-Estaban repartiendo algunas cosas entre sus amigos –dijo, intentando una sonrisa en medio de su voz insegura -, entre ellas, algunos gatos de su colección…
Sentí miedo de que lo hubiera tomado para sí, pero él siguió explicándome:
-Yo ya había cogido uno de sus cuadernos, pero cuando vi este gatito… te juro, Lauri, y espero que no me creas loco… te juro que escuché su voz detrás de mi hombro, diciendo: “ese es para la Lauri”. Así que me lo metí en el bolsillo, y aquí te lo tengo guardado para cuando volvamos a encontrarnos.
Ahora descansa encima de mi escritorio, y cuando hago los deberes paso suavemente mi dedo por su superficie rugosa y cálida a la vez. Él se balancea despacio, recordándome la sonrisa de Lucero, nuestros juegos, nuestras risas, y su cariño, que no me abandonó ni siquiera después de su partida.