Cuando lo amó hasta la locura, ni siquiera se dio cuenta.
Cuando hizo por él cosas impensables, se sintió fastidiado.
Cuando le dio apoyo para cumplir sus sueños, no le llamó la atención.
Cuando habló para poner las cosas en claro y así poder aligerar ciertas tensiones, le colocó delante el espejo de su soledad.
Cuando ocultó su decepción por lo que no podía ser y redefinió sus actitudes para continuar en una onda afectiva diferente, le pareció lo más normal del mundo.
Se acostumbró a mirarla siempre andar por ahí, por si acaso hiciera falta para algo. A veces, más por cortesía que por otra cosa, le preguntaba cómo iban sus asuntos, pero si se extendía más de cinco minutos en resumírselos, cambiaba de tema.
Un día, ella decidió que no iba más. La luz del día le dijo que era mejor asolearse sin compañía y olvidarse aquellos versos de Bécquer: "muda, absorta y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar..."
Silenciosamente, y poco a poco, se fue retirando de aquella otra vida que nunca pareció necesitar realmente de la suya. No hubo drama, estropicio ni discusión. Solamente dejó que su presencia se desvaneciera entre todas las otras presencias que él valoraba mucho más hasta convertirse en una ausencia total.
Aquella última noche, aunque no sabía muy bien por qué, él sintió que algo faltaba entre la multitud. Ni siquiera supo si era un algo o un alguien. A medida que caminaba buscando un taxi por las calles más sórdidas de la zona rosa de la ciudad, se perfiló en su memoria el brillo de unos ojos que creía recordar con levedad, pero ni siquiera podía identificar bien a quién le pertenecían. Los taxis no llegaban nunca. Al fin, uno, muy destartalado, se detuvo y lo recogió. En silencio fue mirando las luminarias de las calles que lo conducían hasta la puerta de su casa. Y ya solo en aquella cama que nunca compartieron comenzó a sentir un frío que parecía nacerle dentro del pecho y extenderse irremediablemente por toda la estancia. Tuvo que acudir a unas medias de lana, una bolsa de agua caliente, cobija adicional, edredón y sobrecama.
Las cinco y media de la mañana lo sorprendieron aferrándose a las frazadas con los nudillos acalambrados de frío, y con la vista adolorida y fija en la ventana, en donde se perfilaban aquellos ojos que jamás habría creído añorar de aquella forma si le hubieran dicho que un día dejarían de mirarlo.