soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas
blanca cera y dulce miel.
Antonio Machado
En el principio era el silencio estremecedor del caos.
Y no había nadie para recogerlo.
Y la soledad de Dios se hacía cada vez más angustiosa y vana.
Entonces dijo Dios ‘que se hagan los sonidos’.
Y poco a poco, en los días de la creación fueron apareciendo truenos ensordecedores, marejadas violentas, cataratas que separaban el agua de la montaña, cataclismos estruendosos.
Luego, otra vez el silencio en la tierra recién formada que se iba cubriendo de extrañas semillas.
Tal vez las criaturas del agua fueron las primeras en cantar, temerosas de que sus voces derrumbaran de nuevo las columnas del mundo recién fundado.
Y escuchó Dios el canto de los monstruos marinos y de los tímidos cetáceos que llamaban a sus críos desde sus corazones atemorizados.
Y vio Dios que era bueno.
Y dijo entonces Dios: que haya sobre la tierra criaturas que mujan y resuellen, que relinchen y bramen, que aúllen y que ladren, que bufen y estremezcan la atmósfera con sus voces.
Y el coro de los animales capaces de por fin cantar su dolor y su angustia, así como su alegría y su gozo de vivir en el mundo recién hecho resonó por todas partes hasta que Dios tuvo que taparse las orejas.
Y Dios volvió a decir: que se ordenen los sonidos en el aire y en el tiempo.
Y los bosques y las selvas recién inaugurados, pisoteados por dinosaurios y por lémures, correteados por roedores e iluminados por mariposas y libélulas gigantes volvieron a quedarse unos minutos (o siglos) en silencio.
Y decurrieron los cataclismos, y los cometas horadaron la corteza del mundo, y hubo un tiempo de remezones y cambios violentos, todos y cada uno amparados con su particular sonoridad y estruendo.
Y, aunque no se lo dijo a nadie, vio Dios que también eso era bueno.
Y un día, muchos siglos, miríadas de años después, el mundo volvió a despertar en silencio mientras la luz del sol iluminaba la niebla que se filtraba entre los árboles.
Y dijo Dios: que esos pequeños seres alados que brincan entre las ramas puedan cantar al día que renace.
Y los petirrojos, y los huiracchuros, y los gorriones que deambulaban por los árboles aprendieron poco a poco a cantar con armonía y melodía y ritmo, aunque aún no sabían muy bien lo que estaban haciendo.
Y el despertar de los hombres atemorizados a la vez que endurecidos por la constante lucha contra la naturaleza y sus fuerzas se vio de repente iluminado y aliviado por los gorjeos de los pajarillos en las ramas.
Y después, con el ejemplo de los pajarillos, las mujeres que eran madres comenzaron a gorjear pausadamente para dormir a sus niños, y los hombres a murmurar roncos gorjeos al blandir sus armas para salir de caza, y los niños a acompañar sus juegos con gorjeos de avecita entretenida, y los enamorados y las enamoradas a teñir de canciones sus encuentros.
Y vio Dios que era bueno.
Pero a Dios no le alcanzaba el tiempo para estar ocupándose solo de la música que crecía en un pequeño planeta bastante problemático, es verdad, pero uno entre millones, para qué también, no podía estar pendiente de la música que se desenvolvía, a veces desordenadamente, mientras nuevos volcanes querían nacer, y los planetas de otra galaxia pretendían estrellarse entre ellos, y en los corazones de los humanos y otros tipos de seres se atenazaban el odio y la ambición que hacían olvidar toda la música maravillosa y sus artífices.
Dios necesitaba que alguien recogiera los sonidos del universo y los organizara de manera que siguieran siendo hermosos, que fueran aún más hermosos, que pudieran seguir acompañando a la gente, al tenue movimiento de los lejanos astros en el cielo, al trabajo, al amor, al dolor y a las horas intensas.
Entonces, entre toda una maraña de gente que hacía música popular y música no tan popular, entre cantantes de toda laya y músicos de tres al cuarto, entre genios a medio hacer y genios completos, dijo Dios: que se haga el señor Johann Sebastián Bach.
Y se hizo, no importa cómo.
Y más allá de los avatares biográficos, Johann Sebastián Bach hizo de música su vida y la vida de todos los que supieron comprenderlo.
Y construyó catedrales y cataratas de notas para acompañar los amaneceres de las niñas que en la mañana van a la escuela y de los padres que solamente dicen su nombre en diminutivo tras un leve toque en la puerta para despertarlas sin sobresalto, y para acolitar el gozo y la pena de las madres por el destino de los hijos que con dolor y todo deben hacer y seguir su propio camino más allá de las convenciones y las creencias, y para ahogar el eco de las lágrimas que caen de las almas atosigadas de dudas, deseos no cumplidos y por fin de sagrados aprendizajes que hacen que las personas crezcan y sean mejores; y remansos de notas para sostenernos en los dolores inconmensurables y en las penitas traicioneras que vuelven en las tardes de nostalgia; y corales estremecedores que nos llevan a pensar en que así se debe escuchar a Dios en su magnificencia; y pequeñas piezas de joyería, hechas del oro de la noche y del silencio de la naturaleza dormida para que alguna vez nos remienden una hilachita escapada de las honduras del pecho estremecido quién sabe por qué carencia o qué añoranza.
Y Dios escuchó la música de Bach inundando el mundo muy a pesar de quienes no la supieran valorar ni comprender.
Y vio Dios que era buena.
Que era la mejor música que había.
Y la dejó pasar y estar para acompañar la soledad y el miedo, la alegría y el amor de quienes supieran acercarse a ella sin el prejuicio de la formalidad ni el lastre de la estulticia.
Y vio Dios que, sinceramente, esa música, más allá de la bondad o de los triunfos de los santos o de los héroes, era lo más parecido a Él que este mundo cambiante y complicado había producido en toda la historia de su existencia.
Y cuando su transición llevó al señor Bach al reino de la gloria que el mundo terrenal no conoce, el señor Dios, y todos los dioses de todas las creencias, y los seres de luz de las más altas esferas del universo, al unísono, aplaudieron de pie al humilde músico que supo hacer de sus lágrimas y su fe el más grande monumento sonoro que los planetas y las estrellas hayan jamás podido imaginar.