cuentos de lucrecia maldonado, la mayoría inéditos en libro... por el momento.
Y algunos relatos de otros autores...

jueves, 7 de abril de 2011

salvo el calvario

 
Todavía me acuerdo del día en que me diste la noticia, mi doctor. Hay, sobre todo, un recuerdo muy vívido, que vuelve a cada instante, y es (no te rías) tu nariz enrojecida cuando entré al consultorio a preguntarte qué se sabía después de esos famosos exámenes rutinarios que nos hicimos todos en la oficina. No pude dejar de observar que tenías la nariz del mismo color que al final de nuestras famosas salidas al cine después del trabajo, a ver esas películas llenas de crisis existenciales que a vos te privan y que tal vez a mí también, aunque me hiciera el aburrido y te dijera, mientras te sonabas discretamente antes de abandonar la sala:
-Qué es pues, Doctor. Yaf. Pórtese como hombre.
En ese entonces no sabía lo que esa simple broma podía desencadenar en tu interior. No tenía por qué. Como no tenía por qué saber tantas cosas de las que luego la vida me fue haciendo tomar conciencia. Tantas, Fernando. Incluso ahora, mientras permanezco aquí, esperando oír tus pasos en la entrada para esconder estos papeles, poner cara de niño bueno y decirte que sí, que estoy bien, solo un poco cansado, nada  más, pero que no me duele nada y que tal vez mañana ya me anime un poco. Y vos y yo sabremos que no. Que no hay regreso, que no hay redención posible.
Durante estos días he mirado mucho pasar el río por el otro lado de la calle. Y te diré algo que parece obvio, pero en lo que nadie se fija precisamente por eso: no se detiene, Fernando. Va siempre en la misma dirección. A veces, para distraerme del dolor o de eso que los médicos como tú y los manuales de primeros auxilios llaman cariñosamente “malestar general”, me pongo a mirar cada ramita, cada hojita, cada basura o brizna que arrastra la corriente, y me pregunto ¿adónde llegarán? ¿irán todas al mismo sitio? Una vez, de pequeño, vine de vacaciones acá con mi mamá y hubo derrumbes en la carretera, con muertos y todo. La gente comentaba, y yo no entendía muy bien entonces, que lo que se cae a este río en la zona más correntosa es mejor ni siquiera buscarlo, porque ya se sabe lo que pasó, sea gente, vehículo, piedra, tijera o papel. ¿Y no será, mi querido doctor Fernando Simpson, ilustre médico de un grupo de burócratas que éramos, que así también es en el río de la vida? ¿No será que lo que se nos cae en la parte más correntosa de nuestras existencias es mejor no perseguirlo, no preguntar, no clamar a ningún dios por qué y por qué? Dejarlo ir, simplemente, o irnos con todo también nosotros de una vez.
Nunca te digo estas cosas cuando estás conmigo porque no me gusta verte triste. Ya no me puedo burlar. La muerte me eligió a mí, que soy más joven que tú. A mí, que soy más convencional, quizás, o que era. Es posible que tú tampoco entiendas. El sistema de premios y castigos de la divinidad es aleatorio, eso lo supe siempre. Lo supe cuando mi madre, que era una mujer dulce y generosa, se quedó sola con cuatro hijos y así ha permanecido hasta hoy, mientras mi padre, que no es mujer, y peor dulce o generoso, consiguió formar otra familia y ahí lo tienes, de patriarca, dando consejos de ética a la humanidad, y lo más cómico es que le creen. Lo supe cuando mi tío Aurelio, que es el mejor hombre que he conocido, me habló de la frustración de no haber tenido un solo hijo, él, que habría sido mejor que muchos padres que pululan por ahí sin los prerrequisitos necesarios, y lo supe más cuando contrajo esta misma maldita enfermedad que me tiene aquí sentado junto a la ventana, y se nos fue sin que ninguna de las cosas que se hicieron sirviera para un carajo más que para gastar plata y hacerle sufrir. ¿No es injusto, mi Doc? ¿No es injusto que la buena persona que tú eres, que has sido siempre, tenga que vivir escondiendo una condición para poder seguirse manteniendo, para poder tener una vida decorosa, para que le den trabajo en alguna parte? ¿No es injusto que yo haya aparecido de sopetón en tu vida solamente para atraerte el dolor y el desconcierto final de la separación inevitable?
¿Sabes? Nunca me di cuenta de lo que pasaba. Yo siempre creí que había algo entre esa compañera de trabajo nuestra llamada Susanita y vos. Bueno, de ella hacia vos era evidente; pero creí que tú también le echabas un poco el ojo, solo que con cierta discreción porque siempre me has parecido muy discreto.  Demasiado discreto, mientras yo era un guarro cualquiera, un niño malcriado repleto de chistes sucios y palabrotas, aunque a veces me diera por escribir algo que los otros amigos del trabajo llamaban poesía. Y tú también, Fernando, tú también me dijiste poeta Miguel, dos que tres veces. Porque todos ustedes eran unos exagerados y se notaba a leguas que se habían quedado en el primer Vallejo, ese de haygolpesenlavidatanfuertes-yonosé. Como los golpes que vienen y van. Los golpes de la radiación y la quimioterapia y el trasplante de médula y los pinchazos en todas partes y los vómitos y la calvicie y la fiebre y los temblores y las diarreas y todo eso para dizque salvar la vida salvar la vida salvar la vida. Cuál vida, carajo. Cuál vida entre agujas, pildoritas asesinas y los ojos llorosos de toda la familia todo el tiempo. Por eso ya no quise más, Fernando. Por eso, cuando después del supuestamente exitoso trasplante comencé a sentir otra vez las fatigas y los pequeños calambres en las articulaciones y los escalofríos nocturnos me dije no. Me dije basta. Me dije bienvenida hermana Muerte como vengas, ya no te voy a sacar el cuerpo. Y entonces te busqué e invoqué nuestras salidas al cine, nuestras inolvidables noches de karaoke, trago y broncas callejeras, nuestras confidencias bañadas con cerveza y nuestras amanecidas en diversos parques de la ciudad capital, embarrando con vómito de borracho –que es un vómito sublime al lado de otros, pregúntame a mí– los pedestales de las estatuas de los próceres. Invoqué nuestras interminables listas de los libros y las películas que salvaríamos del fin del mundo y de la música que había que mandar al espacio sideral antes de que ocurriera la catástrofe planetaria. Invoqué la amistad que nos ató los corazones desde ese tan lejano día en que la mejor amiga de mi novia de entonces nos presentó, por si acaso alguna vez se me ocurriera enfermarme en la oficina. Qué sabía yo, Doc, cuando acudí a vos invocando todas esas cosas y te dije que la enfermedad había vuelto, que la había visto y sentido otra vez en todos los rincones de mi cuerpo y que ya no quería nada más que pasarla hasta el final con dignidad, que no quería hacer libaciones ni sacrificios a los indiferentes dioses de la salud, que no quería que nadie rezara interminables rosarios a las vírgenes que pululan en el cielo y se aparecen a muchachas incautas para recordarles el acento de la conquista y la sumisión, que no quería nada más que descansar, dejarme rodar sin dolor por la pendiente que se me abría cada rato ante los pies, hiciéramos lo que hiciéramos.
Ahora sé que nunca debí haberte dicho nada. Tal vez debí haberme arrojado solo por la pendiente sin decirle nada ni a vos ni a nadie. Pero me sentía espantosamente asustado. Y sabía que no habría retorno. Que no hay retorno. Lo que no sabía era cómo se te iba a poner la cara después de la propuesta. Lo que no sabía era qué palabras me tocaría escuchar venir de tus labios hacia mis oídos zumbantes y ensordecidos por el ruido de mi propia sangre al enterarse de algo que hasta el momento jamás se habría querido enterar, algo que ni siquiera sospechaba, y que sin embargo, ahora que miro nuestra relación en retrospectiva, era tan obvio, tan evidente, tan notorio. Pero jamás fui demasiado ducho en eso de detectar el amor ajeno, ¿sabes? A mí me gustaba alguien, le hacía una propuesta la mar de indecente, si aceptaba, bien, y si no, también. Nunca iba a faltar alguien que aceptara. Qué iba yo a saber que la más indecente de todas sería la propuesta de que me ayudaras a bien morir en el sentido menos cristiano posible de la palabra. Qué iba yo a sospechar aquellas frases entrecortadas con las que poco a poco se iba a ir definiendo la situación que nos ha traído hasta aquí, haciéndole creer a mi familia que yo ya estaba bien y que encontramos un trabajo juntos en alguna fundación, alguna ONG de esas, y que estamos dados a tareas comunitarias y compartimos el departamento porque así es más cómodo para todos.
A veces tengo una especie de pesadilla, ¿sabes? Sueño que alguien de mi casa ha decidido venir a visitarme de sorpresa. Veo cómo se abre la puerta de este dormitorio y aparece por ejemplo la silueta de mi mamá, que me mira desconcertada, luego se me acerca y me llena de preguntas que contesto con exactitud, quizá con crueldad, con la falta de emoción de quién dice verdades, brutales, pero verdades al fin. Solo que anoche no fue la mami, ni el papi, ni ninguno de los hermanos los que cruzaron el umbral del dormitorio. Fue la silueta elegante de mi tío Aurelio, bien vestido, como siempre, atildado, pero calvo, como lo dejaron los tratamientos. No se veía mal, ¿sabes? Tampoco se sorprendió. Sencillamente abrió despacio la puerta y entró a esta habitación. Me dijo, como siempre que iba a visitarlo: “Hola, Miguel”, y luego sonrió. Se sentó en la cama y me preguntó qué escribía. Le dije que cosas, claro. Estas hojas que te quiero dejar, y mi tío sonrió otra vez. Me preguntó qué películas he visto últimamente, y le dije que ya ninguna, que ya me las sabía todas, y que además íbamos a mandar al espacio una cápsula llena de libros, de discos y de películas que no se pueden perder nunca y que habría que salvar del fin del mundo. Entonces mi tío se levantó despacio, me acarició la mejilla, sonrió con el mismo cariño de la última vez, y dijo, con calma:
-Tienes que apurarte con todo eso, porque yo ya te estoy esperando aquí, detrás de la puerta.
Luego se fue, o me desperté. No sé. A mi lado, respirabas suavemente, como todos los que duermen sin roncar. Desde el fondo de tu sueño, sé que pretendías cuidarme, como lo has hecho durante los últimos meses sin parar un minuto, ni siquiera cuando te vas a trabajar tú sí en la ONG que nos inventamos para los dos y llamas cada media hora a preguntar cómo voy, o a hablar con la chica que nos ayuda a arreglar el departamento y decirle cosas que obviamente no tengo que oír ni saber. Así como tú no debes saber que tengo dolores que a veces me obligan a morderme las manos, o las almohadas, o cualquier cosa que tenga cerca para no ponerme a gritar desaforado. Así como tú no deberías saber que anoche me vino a visitar mi tío Aurelio y que aunque nadie lo vea me está esperando ahí, detrás de la puerta.
Me acuerdo que un día me llamó, solo a mí, de entre todos mis hermanos, y cuando estuve en su dormitorio, me agarró de la mano y me dijo con esa voz agotada de quienes están disfrutando de sus últimas raciones de oxígeno, que le daba gracias a Dios por haberle permitido, aunque no tenía hijos propios, tener un hijo de una prima como yo, luego le llamó a mi tía Mireya y le dijo llévale al Miguel a la biblioteca y déjale que escoja unos quince o veinte libros que él prefiera, y mi tía Mireya sin llorar, sin preguntar, con una expresión no por estoica menos dolorosa: “vamos, Miguelito”. Y yo ahí, con Rimbaud, con Poe, con Cernuda, con Vallejo, con Dávila Andrade y Adoum, con esas mujeres gringas llenas de vidas desarmadas: la Plath, la Dickinson, la Highsmith... te conté, ¿no? Me quedé atontado, sin saber el porqué del privilegio. Ahora él está detrás de la puerta, y seguro se sonríe cuando yo anoto estos nombres de escritores en este papel y luego en otro, y pongo que todo esto, más otros libros, y los discos y las películas, te pertenece para siempre, mi Doc. No vayas a llorar cuando lo sepas, porque yo no lloré cuando me lo dijo mi tío, aunque ganas no me faltaban; pero las lágrimas no me agradan, ya lo sabes: siempre van acompañadas de mocos, de patéticos gestos torcidos, de manchas rojas en la cara, de sacudones, temblores, y en la voz notas falsas que no dejan entender bien las importantísimas cosas que se suelen decir en esos trances.
¿Cómo llegué a este punto? El caso es que cuando volvieron los pequeños moretones en brazos y piernas y acudí a ti quizá un poco desconsiderada y tontamente, pude ver tu palidez, y la angustia que poco a poco te descomponía el gesto mientras buscabas en tu mente pretextos y excusas que finalmente no eran más que tus entrecortadas palabras, esas que no se me borran, que regresan en la noche antes de las visitas inoportunas de los sueños, esas que sé casi de memoria y en las que me gusta pensar cuando los dolores no me dejan dormir y miro tu cara aparentemente serena descansando en la penumbra de la almohada que colinda con la mía, porque es lindo repetirlas y sobre todo saber que existieron, que fueron dichas por alguien al pensar en mí, ¿sabes? Al principio me dieron miedo, tanto miedo, ese ancestral miedo a la anormalidad, a la locura, al ostracismo, pero luego pensé y pensé, y me di cuenta de que al amor hay que aceptarlo como se nos da, y en trance de muerte, mi querido Fernando, hay que tomarlo al vuelo como sea, porque quién sabe si volverá a pasar por nuestro lado. Entonces es cuando me suena casi casi como una oración ese yo no puedo hacer eso, Miguel, porque te amo, porque te amé desde el primer momento en que te vi, y porque inocentemente tú continuaste alimentando aquel amor día tras día hasta volverlo una bola de nieve desenfrenada que me desbarataba por adentro. Y es quizás ese amor lo que me ayuda a decirte la verdad de una manera tan brutal para conseguir que me odies, o que me tengas asco, miedo o lástima, y así ya no me vuelvas a pedir estas cosas nunca más.
Qué poco me conocías, mi doctor. El asco, después de todo lo que he pasado, no es más que una pequeña revolución de estómago que se termina en pocos minutos. Después de lo que he pasado, además, ya no le temo ni siquiera al infierno que nos espera a los agnósticos irredentos. Y la lástima me la reservo para alguno que la merezca de verdad, y ese, obviamente, no eres tú, Fernando.
A veces me avergüenzo, ¿sabes? Quizá debí haberme ido a morir solo en una isla del Pacífico, como Jacques Brel, otro de los ídolos que me presentó el tío Aurelio. O aunque sea a las Galápagos, o aunque sea a la isla Puná, ya, porque no tendría plata para más. Pero finalmente creo que el que sacó más provecho de todo fui yo, Fernando. Saqué provecho porque después de un par de decenas de mujeres, de unos coqueteos con drogas ilegales, de un romance tórrido con el alcohol más peligroso y barato, después de la radioterapia, los cócteles de quimioterapia y el trasplante de médula que también me tocó probar como parte de mi peripecia vital de casi un cuarto de siglo, decidí que la única experiencia que me quedaba por pasar era la del abrazo total con otro hombre. Y te lo dije como una broma cuando fui a pedirte perdón por mi cara de susto del día de tu confesión, pero vos estabas tan triste, mi Doc, tan triste al saber que era cierto, que no me fallaban las premoniciones ni las sospechas, y aceptaste a regañadientes la farsa que montamos frente a los de mi casa y aún ahora te preocupas cuando suena el teléfono y más las pocas veces que alguien ha propuesto venir y siempre nos inventamos cualquier cosa para disuadirlo.
Pero por ahora no quiero hablar de eso. Huí de ellos, es cierto. De sus lágrimas mal disimuladas. De sus oraciones sin resultado. De su apabullante cariño. De su dolor que acrecentaba a un punto insoportable mi agonía, igual que el tuyo, Fernando. Y no creas que es para mí más fácil verte sufrir a ti. Solo que yo no sabía nada. Cuando te fui con mi propuesta indecente lo único que sabía era que habíamos sido panas, que habíamos compartido cosas inolvidables y riquísimas, y que no tenía nadie más a quién acudir. También sabía que el azar nos había puesto a trabajar en el mismo edificio por cuestiones de inundaciones y reconstrucciones que ahorita ya ni siquiera puedo organizar adecuadamente en los resquicios de mi memoria. Y el azar sabe por qué hace las cosas: las hace porque así tiene que ser. Punto. No quise convertirte en mi particular Simón el Cirineo, y con tristeza pienso que a la larga eso fue lo que sucedió, solo que por el camino la cruz imperceptiblemente se fue cambiando de dueño, y tal vez ahora yo me he convertido en el que te ayuda a cargarla cuando estás a punto de no poder más con ella.
La noche va cayendo en esta pequeña ciudad oriental donde vinimos a refugiar a partes iguales el amor y la muerte. Pronto se abrirá la puerta y veré dibujarse tu sonrisa sin alcanzar a encubrir la tristeza que te gana los gestos cada vez que me miras. Esconderé lo que escribo, como siempre. Sonreiré yo también. Disimularé el dolor que no deja de atenazarme. Tú sabrás que disimulo, como yo sé que te contienes; pero ninguno hablará de eso, porque para qué. Después de comer alguna cosa charlaremos un rato sobre la vida en general, sobre las amistades comunes, o jugaremos cartas, damas chinas, no sé. Más tarde, en la penumbra, miraré el dibujo de tu perfil vigilante a mi lado, sentiré tu respiración acompasada, trazaré con mi boca las líneas de la tuya y volveré a arrepentirme de haberte dicho tantas veces en el cine ese pavoroso y marcial: “Qué es pues, Doctor. Yaf. Pórtese como hombre”, más que nada porque desde el recuerdo advierto que nunca te portaste de otro modo. Entonces, despacio, el tío Aurelio saldrá de su escondite, me hará ese irresistible gesto de cuando éramos niños y venía a la casa para llevarnos en su camioneta a tomar helados cerca del aeropuerto, y no me quedará más remedio que seguirle, mientras me hundo en la enorme gratitud que me gana el corazón al comprender por fin que fue de ti de quien aprendí no solo lo que era ser amado, sino sobre todo, y más allá de cualquier miedo, también lo que es amar, Fernando. Amarte, quiero decir.

lunes, 4 de abril de 2011

el ruido de la lluvia en la ventana



Existen cosas que a uno no se le pueden ir fácilmente de la memoria. Se quedan ahí por años, tal vez toda la vida, y regresan cuando algo, o alguien, en alguna parte, ilumina de una u otra forma lo que en aquel lejano entonces habíamos mirado con la inocencia de la infancia. Como los ojos de mi padre al despedirse de Luis en ese lejano día de mis diez años.
Y si lo recuerdo ahora es porque Luis ha vuelto. Está viejo, se le marcan las arrugas alrededor de los ojos y hay en su sonrisa un aire de tristeza que toda la buena intención del mundo no alcanza a desvanecer. Como sucede, los años le han pasado por encima dejando profundas marcas.
-Me tuve que ir –cuenta, sentado a la mesa de uno de aquellos cafés de la Mariscal.
Entonces veo, de repente, como en una escena de una vieja película, el rostro de mi padre al salir del abrazo con el que los dos se habían despedido en la puerta de nuestra casa después de ayudarle a guardar las maletas en la cajuela y antes de que Luis se subiera al taxi que se lo llevaría para no regresar. Por lo menos no durante mucho tiempo. Vi los ojos de mi padre al entrar de nuevo y mirarme, sorprendido, esperándolo en la sala: enrojecidos, llenos de lágrimas. Y ese gesto de morderse los labios para detener lo que ya se le estaba escapando sin remedio.
Se  habían encariñado durante el tiempo que Luis compartió con nosotros en la casa. Él era hijo de una prima de mi mamá que vivía en alguna provincia oriental, y la idea era que se quedara con nosotros hasta encontrar otro sitio en donde vivir con más independencia. Esos favores que a veces se hace a la familia en pago de unas cuántas vacaciones compartidas, cosas así. Esas decisiones que se toman en un minuto de generosidad sin pensar en las consecuencias.
Luis era delgado, más alto que todos nosotros. Jugaba fútbol y adoraba las matemáticas. Eso se dijo sobre todo porque seguro podría ayudarme a mí, que ya me comenzaba a dar de trompones con los quebrados y los decimales. Iba a estudiar una cosa tan profunda e incomprensible precisamente como las matemáticas puras en la Escuela Politécnica Nacional. ¿Y para qué?, le preguntó mi mamá, ingenuamente, mientras servía el almuerzo del primer día que Luis compartió con nosotros.
-Es fascinante –contestó él, que a la sazón tendría dieciocho o diecinueve años – me encanta.
-¿Pero... para qué? –insistió mamá, mirándolo como quien no comprende que alguien se piense dedicar así porque sí a pasar el resto de su vida enfrentándose a ecuaciones, derivadas, integrales y otras cosas peores sin obtener de ello más que la simple satisfacción personal.
-¿Qué vas a hacer con eso? –preguntó mi papá, mirándolo con curiosidad.
-Puedo dar clases, por lo pronto.
Luis siempre había sido conocido como el niño genio de su familia, me contó mamá esa noche al arroparme antes de dormir. Lástima que por asuntos de tierras de sus padres viviera tan lejos de Quito, siempre en provincia la gente valiosa se desperdicia, cosas así.
Mi padre era un hombre más bien callado. No por timidez. Tal vez por algo así como una parquedad, una costumbre de no hablar si no era necesario. Mamá también era callada. Nunca los vi en arrumacos o gestos de amor, peor de coqueteo. Siempre durmieron en la misma cama, los cuarenta años que duró su matrimonio, y si alguna vez pelearon, no nos dimos cuenta. Ambos trabajaban mucho: él en alguna oficina del gobierno; ella en la casa, aparte de todas las tareas, corrigiendo textos y haciendo traducciones porque alguna vez aprendió bien el inglés. Después de mí, que era el mayor, estaba mi hermana María y el Bebé, que ya tenía cuatro años pero todos le seguíamos diciendo Bebé, aunque se llamaba Ernesto.
Con la llegada de Luis, el ambiente de la casa cambió de golpe. Aunque los primeros días su cortesía se tradujo en timidez, pasado un par de semanas, comenzó a tomar confianza. Ayudaba mucho, lo recuerdo: lavaba todos los platos que usaba. Bueno, lavaba todo lo que usaba: vajilla, cubiertos, ropa, sábanas. Ayudaba a mi madre con las compras y las acomodaba artística y organizadamente en la refrigeradora. Ayudaba a mi papá con el trabajo pesado, cosas como mover muebles, o también con el trabajo no tan pesado, cosas como cambiar focos, cambiar empaques de grifos, observar máquinas que de repente dejaban de funcionar.
A veces, en la noche, en lugar de unirse a la televisión con toda la familia, papá iba a un cuarto que le llamábamos el “estudio”, aunque allí nadie estudiaba nada, nunca, pero estaban los libros y una cómoda con material escolar de emergencia, y allí se sentaba en la única silla disponible a escuchar música. A mí me gustaba esa música: cataratas de notas del Barroco, tangos corta venas, pasillos… una música que decía que era mexicana pero que no se parecía en nada a las rancheras y los mariachis que figuraban como mexicanos de la puerta de mi casa hacia el mundo. Una vez, la puerta se quedó entreabierta y escuchamos la magnificencia de las corales y el contrapunto de una Pasión según San Mateo inundando el aire con la espesa fragancia de la genialidad de quien la compuso. Como hipnotizado, Luis se levantó, atravesó la sala y entró por la puerta entreabierta. Lo oímos preguntar:
-¿Qué es eso?
-La Pasión según san Mateo de Juan Sebastián Bach –respondió tranquilamente la voz de mi padre.
No cerraron la puerta, pero se quedaron ahí toda la noche, hasta mucho después de que mamá nos acostara, les sirviera un par de tazas de té y se fuera ella también a dormir, pues esa música no le gustaba. Al otro día los dos tenían cara de desvelados en la mesa del desayuno. Luis hablaba, maravillado, de aquella música sublime de la que en tierras selváticas no se tenía mayor noticia, y mi papá, feliz de por fin haber encontrado un alma tan sensible como la suya en lo que a gustos musicales se refería, enriquecía la conversación con comentarios sesudos y eruditos sobre el contexto de la obra maestra. Ese mismo día le escuché comentar a mi mamá:
-Qué bueno que por fin el Manuel encontró alguien con quien conversar de música.
De música.
Regresa a mi memoria la imagen perturbadora de sus ojos enrojecidos y empapados al entrar a la casa de vuelta después de dejar a Luis en el taxi. Su gesto de morderse los labios y aun así no poder impedir que una gota se le descolgara de las pestañas por encima del párpado inferior hasta más allá de la mitad de la mejilla correspondiente. Su entrada apresurada al baño más cercano y el ruido que hizo al sonarse con fuerza entre un par de suspiros entrecortados.
En ese momento, y sin saber exactamente por qué, pero de seguro por algo que iba más allá del simple contagio, también a mí se me anegaron los ojos y mejor me fui a mi cuarto para que nadie pudiera verme la cara por lo menos durante el resto de aquella tarde, o de aquel día. Y a la mañana siguiente, en la mesa del desayuno en donde Luis hacía una falta espantosa, también hacía falta una conversación, un comentario, algo parecido. Llovía, y por suerte el ruido de la lluvia en la ventana acompañaba bastante el silencio del interior de la casa. Mi padre miraba obstinadamente su taza de café. Mi madre nos daba la espalda, concentrada aparentemente en el fregadero y las ollas, y evitaba a toda costa que le viéramos la cara, pero no le quedaba más remedio que sonarse cada cinco minutos. Nunca se habían peleado, lo dije, al menos nunca delante de nosotros, pero era obvio que algo se había roto entre los dos en el transcurso de aquella noche. Algo que no sé si pudo volver a recuperarse en los siguientes veintiocho años que duraron casados después de aquella tarde.
Hay momentos en la vida en que de repente las cosas se arman solas y se puede mirar el panorama como si algo nos llevara hacia arriba, a detenernos extasiados en la comprensión del croquis completo de los hechos. Luis no dijo un detalle, no mencionó nada más que ese “me tuve que ir” culpable y desarmado en donde se encerraba mucho más de lo que parecía. Sabíamos que se tuvo que ir, qué más. También supimos, mejor dicho, nos dimos cuenta de que no fue un metengoqueir debido a la beca que le resultó para irse a estudiar en Estados Unidos, afortunadamente, porque tampoco volvimos a pasar vacaciones en la selva. Sin embargo, nadie preguntó ni mencionó ningún motivo. Las lágrimas de mi madre se agotaron. El silencio de mi padre se volvió más hondo y desolado. La vida siguió, ese amontonarse de días, que no fue más.
Pero las imágenes que nos forzamos a olvidar desde la inocencia de nuestros diez años siguen allí: ese mirarlos conversar de música con una expresión de arrobamiento y felicidad en los ojos que iba mucho más allá del simple amor al arte, esa complicidad extraña que atravesaba el aire cada vez con más fuerza cuando se sentaban en los extremos de un diámetro de la mesa redonda de la cocina a la hora de comer, esas salidas a comprar cerveza para el almuerzo del fin de semana, esos innecesarios trabajos de bricolaje que los mantenían juntos hasta quién sabe qué horas, y las noches a solas en el cuarto de la música, que en eso se convirtió el estudio.
Yo no sé, no puedo ni quiero recordar el momento en que todo el mundo, incluido él mismo, decidió que Luis se tenía que ir de mi casa a la brevedad posible. Yo no sé, no quiero ni puedo recordar si hubo frases susurradas, portazos, gritos o reproches. Y sin embargo, en el instante en que Luis se levantó de la mesa de aquel café del barrio de la Mariscal para darme un abrazo tan definitivo como la reciente muerte de mi padre, el recuerdo de sus lágrimas hace ya tanto tiempo volvió a provocar las mías, quizá por todo aquello que el pasado entreteje y desteje para dejarnos ver lo frágiles que son nuestras certezas, y cómo nos construyen los encuentros, y cuánto nos desgarran los adioses.